Querida desconocida:
Tú, probablemente, ya lo has olvidado, pero yo aún lo
recuerdo. Era invierno, enero de 2009. Se estrenaba en España mi última
película y viajé a Madrid con todo el equipo promocional. Aquel fue un invierno
bastante crudo. De hecho, cuando llegamos a la ciudad, una ola de frío recorría
el país entero. Tras días de entrevistas y actos de promoción, una tarde en la
que estaba libre de compromisos, decidí salir a dar una vuelta. Quería perderme
en la ciudad y olvidarme un poco de tanta parafernalia. Esperé prudentemente a
que oscureciera para pasar más desapercibido. Me vestí de oscuro, me puse un
abrigo negro largo para no pasar frío. Me miré al espejo: la barba ya me había
crecido lo suficiente para ayudarme a pasar inadvertido. Me dirigí al centro y
me mezclé con el gentío que transitaba por la calle del Carmen. Me metí en FNAC
para mirar unos discos y de paso entrar un poco en calor. Subí las escaleras
mecánicas distraído, sin fijarme en nada en concreto, hasta que mis ojos se
toparon con los tuyos. He de ser sincero, a primera vista, no me pareciste
alguien especial. No eras una chica fea, pero en la calle nunca me habría
fijado en ti. Ni siquiera tus ojos me parecieron particularmente hermosos.
¡Pero esa forma de mirar! ¿Cómo lo hiciste? No podía apartar mis ojos de los
tuyos. Me quedé como atrapado hasta que llegaste al final de la escalera. Yo
seguí subiendo detrás de ti. Caminaste hasta llegar al siguiente tramo y al
girar para continuar subiendo, me volviste a mirar con discreción. Me sentí tan
avasallado por tus ojos, que no tuve valor para volver a sostenerte la mirada.
Bajé la vista como un niño al que pillan en una trastada. Continuaste hacia
arriba y te olvidaste de mí.
Yo me quedé en aquella planta, rondando de estantería en
estantería, sin poder centrarme en nada. Sólo deseaba que tus ojos me volviesen
a mirar. Volví a las escaleras y subí a la siguiente planta. A la izquierda la
sección infantil y juvenil, indudablemente debía buscarte a la derecha. Fui
hacia los libros de autoayuda, pero no te encontré. ¡Estúpido de mí! ¿De verdad
pude pensar que una mujer que mira con esa seguridad necesita leer cosas así?
¿Política y economía, tal vez? No, me pareciste mucho más profunda. Miré hacia
el fondo. ¡Si, allí estabas! Divulgación científica. Me acerqué con disimulo.
Física cuántica y universos paralelos ocupaban tus manos. Me escondí tras los
libros de filosofía. Me dio por pensar una tontería, un posible titular “Famoso
actor persigue a una desconocida por la planta tercera del FNAC de Madrid”. Me
sentí algo ridículo. Abandonaste la ciencia, tras elegir un libro, y te fuiste
a la poesía y de allí, a la novela negra. Extraña mezcla la tuya. ¡Me pareciste
una mujer tan interesante! Y empecé a ensoñar. Me imaginé junto a ti, en uno de
esos viajes en los que guardo un par de cosas en la mochila y me pierdo en
cualquier parte, lejos del mundo. Estaríamos en una playa olvidada, medio
salvaje, de las que apenas visita nadie, y nos sentaríamos a la orilla del mar,
a escuchar las olas y a mirar el horizonte. Y permaneceríamos callados, porque
tú amas el silencio tanto como yo. Nada
de miraditas románticas. Tú no eres de esa clase de mujeres. A ti te gusta que
un hombre mire la vida en la misma dirección que tú. Por la noche, yo tocaría
con mi grupo en algún bar cercano y me vendrías a ver, como cualquier novia va
a ver a su chico actuar. Porque para ti yo no sería el actor guapo y famoso con
el que muchas querrían salir. Tú estarías conmigo por ser yo, un ser anónimo
entre tantos y me amarías tal cual soy.
Y mientras pensaba todas estas cosas, pasaste por delante
de mí sin darte cuenta. A la física se le habían unido dos libros más que no
alcancé a ver. Te seguí. Bajaste dos plantas. Pagaste en la caja autoservicio. Me
dieron muchas ganas de acercarme y hablarte, pero no era el mejor lugar para
hacerlo. Decidí esperarte discretamente junto a la escalera de emergencia, sin
llamar la atención. Cogiste la bolsa con tus libros y te dirigiste a la salida.
Continué tras de ti. Ya en la calle, apreté el paso para acercarme. No me sería
difícil, caminabas despacio, sin prisa, como si la Tierra girase para ti a una
velocidad diferente. ¡Me pareciste genial! ¡Estaba deseando hablar contigo
mientras tú me mirabas de esa manera tan especial!
De pronto, alguien me paró.
-¿Te haces una foto conmigo?
Le dije a aquella inoportuna que me había confundido con
otra persona. Fueron unos segundos, tan sólo un instante en el que te perdí de
vista. Miré de nuevo hacia la calle, pero fui incapaz de encontrarte. Tú ya te
habías perdido entre la multitud.
Regresé al hotel, entristecido por aquel desencuentro.
¡Si aquella mema no me hubiese reconocido ahora estaría contigo! Adiós a la
playa, a la fuerza de la gravedad, a la física cuántica, al silencio y a la
música. Adiós a todo por culpa de la fama.
Tú nunca lo supiste, pero yo aún lo recuerdo, querida
desconocida.
KEANU REEVES
*Basado en un hecho real.
Querido Antonio:
Te escribo esta carta a escondidas porque si mis padres lo saben, aparte de
castigarme la destruirán y no llegará a tus manos. Aprovecho que mañana también
se va para esas tierras mi primo José, que es el único de mi familia que veía
con buenos ojos nuestro noviazgo y me ha prometido entregártela en cuanto te
vea.
Cuando te fuiste, hubiese querido ponerme de negro como es costumbre aquí
hasta que tuviera noticias de que habías llegado bien de salud al nuevo mundo;
pero sé que no me lo habrían consentido porque dicen que eso lo hacen las
casadas y tú ni siquiera eras mi prometido, sólo un pretendiente con el que se
supone que no tengo compromiso ni atadura física ni moral. Ya sabes que aquí
los sentimientos no cuentan y no se considera decoroso que una jovencita sufra
por lo que ellos llaman “un tonteo”.
Tal vez lo más difícil haya sido precisamente eso, disimular mi pena y que
pareciese que no me importabas nada, pero sólo Dios sabe cuánto he llorado por
dentro imaginando los peligros que pasarías durmiendo muerto de frío en la
cubierta del barco, que me han dicho que lo mejor para quien no puede pagarse
un camarote decente es ir de polizón en la cocina, porque, aunque haya ratas, se
va mucho más caliente y seguro.
Cuando supe que habías llegado, aparte de darle gracias a Dios, me puse a
esperar tu carta haciendo mis propios cálculos: contando veintidós días de
travesía más lo que tardasen en repartir la correspondencia, en dos meses tendrían
que llegarme noticias tuyas. Así ha pasado más de medio año en los que si sé
algo de ti es porque he adquirido un talento especial para indagar sobre tu
vida; estiro las orejas en la plaza, en el mercado o a la salida de la iglesia
cuando oigo hablar de los emigrantes que ya han escrito a sus casas y, no sé si
será por el interés que pongo, pero cuando se pronuncia tu nombre, el mensaje
me llega perfectamente nítido. Por eso sé que llegaste bien, que ya estás
trabajando y que por el momento te vas librando de la malaria.
Ha sido mi primo el que me ha dicho que te escriba aunque no tenga ninguna
carta tuya a la que contestar, y que sea valiente y te pregunte sin miedo si debo
pensar en mi futuro contigo o sin ti. Es una pregunta retórica, yo sé que en el
momento en que subiste al barco, comenzaste una nueva vida llena de
incertidumbre y aventura en la que por supuesto yo no estoy. Te aseguro que
tantas lágrimas como he llorado me han hecho madurar en muy poco tiempo y entiendo
que no hay que culparte a ti sino a la miseria de esta tierra que hace salir a
sus hijos del hogar donde nacieron, a romperse el alma, desarraigados y solos,
en un nuevo mundo no siempre acogedor.
Mis padres desde el primer momento me han dicho que lo mejor es que te
olvide para siempre, que tú no vas a volver y, si lo haces, será dentro de
mucho tiempo, cuando hayas conseguido una fortuna y yo sea una vieja, porque
ningún emigrante se marcha tan lejos .para regresar en un par de años. En más
de una ocasión les he oído comentar entre ellos que no había que preocuparse
por mí, que ya se me pasaría esa chifladura que tenía contigo, pero yo no quería
que se me pasase, porque seguía aferrada a tu recuerdo. Ahora siento que tienen
razón, que no me has escrito para no alimentar en mi más ilusiones, ni
prometerme lo que no puedes cumplir, que no es fácil volver del sitio donde
estás ni tampoco yo podría ir a buscarte.
Quiero que sepas que a partir de este momento pondré todo mi empeño en no
pensar más en ti y te guardaré en la memoria como mi primer amor, ese que a los
viejos les hace sonreir cuando hablan de él, seguramente porque no recuerdan
cuánto sufrieron.
Espero que tú también guardes un grato recuerdo que esta niña tonta y deseo
de todo corazón que encuentres en esas tierras la felicidad que te mereces. Tal
vez, si vuelves dentro de muchos años, podamos los dos juntos reir y recordar
cuánto nos quisimos cuando éramos jóvenes.
Hasta entonces
Marina
Cambridge, 4 de mayo, 1798
Amado mío:
Hoy ha llegado hasta mi casa un emisario con la noticia de vuestra próxima
muerte. Ha amanecido lloviendo y el cielo está tan plomizo como mi ánimo.
Los recuerdos, que creía
enterrados, se agolpan en mi cabeza de nuevo. Aquellos días en la casa solariega
de mi tía, donde yo pasaba el verano junto a mis hermanos pequeños, y os vi por
primera vez. Entrasteis en la sala, con el sombrero en la mano y…tan
apuesto…tan arrogante… ¡cómo olvidarlo! Erais la viva imagen de un caballero
inglés. Os acompañaban vuestra esposa y vuestra pequeña hija. En ese momento no
podía ni imaginar lo que nos deparaba el futuro. Durante los primeros días me
tratasteis como lo que yo significaba para vos, la sobrina de vuestra
anfitriona. Pero yo ya me había fijado en vuestras manos, en vuestra
sonrisa, en vuestros ojos… esos ojos que me dirían todo sin palabras y que me
quemarían el alma cuando se posaran sobre los míos.
Eráis tremendamente amable y me tratabais tan cortésmente que no pude
resistirme. Si cierro los ojos vuelvo a escuchar en mis oídos: “Sois preciosa y
encontrareis pronto un joven que os adorará. Guardaos para él”. Yo os creí por
primera vez. Bien es verdad que poco sabía yo de los hombres debido a mi corta
edad y mi más aún escasa experiencia con ellos. Quizás por eso os resultó tan
fácil...
Recuerdo, querido amor, con nostalgia, la primera vez que posasteis vuestra
mano, descuidadamente, sobre la mía. Un fuerte estremecimiento que recorrió
todo mi ser me paralizó entera y creí que todas las personas de aquella
sala se había dado cuenta de ello, tal era mi turbación. Y aquello solo
fue el principio. Desde ese momento no dejasteis de buscarme y yo de buscaros a
vos. Era una locura. Cualquiera podía vernos, los criados, las doncellas,
mi tía, vuestra esposa… la insensatez se había apoderado de mí. Ya solo veía y
sentía por vos y todo lo demás había dejado de existir. A veces me decíais que
algún día dejaría de quereros y yo os contestaba que podría odiaros más pero no
quereros menos. ¡Bendita inconsciencia!
Me
vienen a la memoria esos días como si hubieran pasado mil años, cuando solo han
pasado unos pocos. Yo he crecido en edad y también en experiencia. Las
cosas no salieron como yo esperaba, aunque… ¿qué era lo que realmente esperaba?
¿Qué dejarais a vuestra esposa e hija por mí?... ¡era tan inocente! Durante los
siguientes años hacíamos por vernos siempre que podíamos en casa de mi querida
tía o en cualquier otro lugar que me proponíais, pero a los pocos momentos de
dicha y placer que nos procurábamos le seguían otros de amargura y tristeza, en
especial cuando os veía compartir felizmente la vida con vuestra familia y yo
quedaba postergada a un plano invisible para vos, aunque siempre lo habéis
negado.
Evoco
el día de mi vigésimo cumpleaños, cuando nos encontramos bajo el templete
del jardín y me regalasteis aquel camafeo, que aún conservo, con un mechón de
vuestro cabello dentro. Os pedí que nos marcháramos juntos y protestasteis por
mi poca comprensión. Discutimos, y yo terminé llorando y vos irritado. Entonces
tomasteis una decisión: si tan dolorosa resultaba la situación para mí, lo
mejor sería que no nos volviéramos a ver. ¡En ese momento hubiera preferido
estar muerta! ¡¿No volvernos a ver?! ¿Era eso lo que queríais? ¡Sería lo último
que yo hubiese querido en la vida! Nos separamos aquella mañana con la
sensación de que algo, irremediablemente, se había roto entre nosotros.
Continúa
lloviendo, querido mío, y los tristes recuerdos de aquellos días invaden la
habitación desde la que os escribo. Las gruesas gotas golpean con furia los
cristales de la ventana, de la misma manera que los sentimientos no olvidados
golpean mi corazón.
Siento
un escalofrío al recordar cuando me mirabais fijamente a los ojos diciéndome
que me adorabais y que no podíais dejar de miraros en ellos, que tenían una
fuerza que no habíais visto en los de ninguna otra mujer, que
queríais pasar el resto de vuestra vida conmigo, pero que vuestra condición
social os lo impedía y así pues debía aceptar la situación tal como estaba. Y
me besabais en el cuello – ¡eso me volvía loca! - Yo no solo seguía
creyéndoos, sino que necesitaba de esas palabras como del aire que respiraba.
No podía vivir sin vos, la vida de cualquier otra manera se me hacía
insoportable… ¡era tan joven! Acepté todo lo que me proponíais. ¡Maldita
ignorancia!
Continuamos así durante varios años, yo diciéndoos: “os amo” y vos
comenzando a decirme: “yo a vos, no”. Yo diciéndoos: “no me
importa, ya quiero yo por los dos”. Vos diciéndome que os olvidara, que
la situación se estaba volviendo insoportable y huyendo de los lugares
comunes, yo buscándoos como una endemoniada y sin querer evitarlo… ¿o es que no
podía? Han pasado los años y la única pregunta a la que he sido capaz de
encontrar respuesta es esta: ¿me amabais? No. No sé si erais incapaz de amar o
solo capaz de amaros a vos mismo. Siempre jugué el papel de la
"otra". He tardado muchos años en comprenderlo, pero he conocido a
otros hombres como vos y eso me ha sosegado el alma. ¡Bendita experiencia!
Mis
padres me buscaron un buen marido, bastante mayor que yo, y vos les ayudasteis
a convencerme, diciéndome que nuestros encuentros serían más fáciles si era una
mujer casada. También me dijisteis que no me amabais lo bastante como para impedir
que comenzara mi vida con otro hombre, ya que vos no podíais, ni queríais,
darme lo que necesitaba. Que sería lo mejor para mí. Otra vez os creí. Meses
después de mi boda supe que os habíais buscado otra amante más joven. Yo ya no
debía serlo lo bastante. El dolor que me produjo ese descubrimiento, no solo
me partió el alma, sino que me causaba dolor en cada centímetro de piel
que habíais acariciado alguna vez. No sé cuál de los dos tormentos fue peor.
Puse toda la distancia que pude entre nosotros. Con los años escuché cosas de
vos y no os reconocía como el hombre al que amé. ¡Qué bien hice apartándome de
vos!
Me
dicen los amigos comunes que estáis a las puertas de la muerte, que os
quedan pocos días y que me reclamáis a vuestro lado. ¿Ahora para qué? Parece
que vuestra hija está de acuerdo en ello, pues no hayáis la paz. Hace años que
no nos vemos y no tengo ninguna intención de que eso cambie. Conseguí rehacer
mi vida, con el hombre que elegisteis para mí, al que no solo respeto, sino que
también he aprendido a amar, si bien es cierto que de una manera distinta a la
que os amé a vos. Me ha dado dos preciosos hijos que son la recompensa a mi
desengaño y demuestra una infinita paciencia conmigo.
Lo
máximo a lo que he accedido es a mandaros estas letras en recuerdo del amor que
una vez sentí por vos, y para que muráis en paz, sabiendo que no solo no os
guardo rencor, sino que recuerdo nuestro pasado juntos como una parte de mi
vida que no debo olvidar, pues dejaron una huella indeleble en mi alma.
Nunca he vuelto a sentir nada parecido por ningún hombre. Morid pues, mi
querido amigo, en paz. Hicisteis de mí una mujer más fuerte.
Cuando
esta carta llegó a mis manos quizás ya estabais muerto, o puede que lo estéis
cuando llegue a su destino la mía. Si es así le he dicho a mi
emisario que la introduzca en el féretro para que os acompañe en vuestro último
viaje y al menos podáis hallar la paz más allá de la muerte, de esa manera os
llevareis algo de mí y yo habré cumplido con la palabra dada y con mi
conciencia.
Os llevo
en el alma, pero hace mucho tiempo que deje de amaros y también de odiaros.
Creo que me alegro de vuestra muerte.
Sophie
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