martes, 15 de mayo de 2012

Cartas de amor

Escribir cartas de amor es una costumbre perdida, muy del estilo de siglos pasados. Esta vez escribimos misivas que tardaron en llegar unos cuantos meses a nuestro amado o amada, por barco o a caballo. Lo mejor de todo son las respuestas inesperadas a nuestros enamorados escritores.


Querida desconocida:

Tú, probablemente, ya lo has olvidado, pero yo aún lo recuerdo. Era invierno, enero de 2009. Se estrenaba en España mi última película y viajé a Madrid con todo el equipo promocional. Aquel fue un invierno bastante crudo. De hecho, cuando llegamos a la ciudad, una ola de frío recorría el país entero. Tras días de entrevistas y actos de promoción, una tarde en la que estaba libre de compromisos, decidí salir a dar una vuelta. Quería perderme en la ciudad y olvidarme un poco de tanta parafernalia. Esperé prudentemente a que oscureciera para pasar más desapercibido. Me vestí de oscuro, me puse un abrigo negro largo para no pasar frío. Me miré al espejo: la barba ya me había crecido lo suficiente para ayudarme a pasar inadvertido. Me dirigí al centro y me mezclé con el gentío que transitaba por la calle del Carmen. Me metí en FNAC para mirar unos discos y de paso entrar un poco en calor. Subí las escaleras mecánicas distraído, sin fijarme en nada en concreto, hasta que mis ojos se toparon con los tuyos. He de ser sincero, a primera vista, no me pareciste alguien especial. No eras una chica fea, pero en la calle nunca me habría fijado en ti. Ni siquiera tus ojos me parecieron particularmente hermosos. ¡Pero esa forma de mirar! ¿Cómo lo hiciste? No podía apartar mis ojos de los tuyos. Me quedé como atrapado hasta que llegaste al final de la escalera. Yo seguí subiendo detrás de ti. Caminaste hasta llegar al siguiente tramo y al girar para continuar subiendo, me volviste a mirar con discreción. Me sentí tan avasallado por tus ojos, que no tuve valor para volver a sostenerte la mirada. Bajé la vista como un niño al que pillan en una trastada. Continuaste hacia arriba y te olvidaste de mí.
Yo me quedé en aquella planta, rondando de estantería en estantería, sin poder centrarme en nada. Sólo deseaba que tus ojos me volviesen a mirar. Volví a las escaleras y subí a la siguiente planta. A la izquierda la sección infantil y juvenil, indudablemente debía buscarte a la derecha. Fui hacia los libros de autoayuda, pero no te encontré. ¡Estúpido de mí! ¿De verdad pude pensar que una mujer que mira con esa seguridad necesita leer cosas así? ¿Política y economía, tal vez? No, me pareciste mucho más profunda. Miré hacia el fondo. ¡Si, allí estabas! Divulgación científica. Me acerqué con disimulo. Física cuántica y universos paralelos ocupaban tus manos. Me escondí tras los libros de filosofía. Me dio por pensar una tontería, un posible titular “Famoso actor persigue a una desconocida por la planta tercera del FNAC de Madrid”. Me sentí algo ridículo. Abandonaste la ciencia, tras elegir un libro, y te fuiste a la poesía y de allí, a la novela negra. Extraña mezcla la tuya. ¡Me pareciste una mujer tan interesante! Y empecé a ensoñar. Me imaginé junto a ti, en uno de esos viajes en los que guardo un par de cosas en la mochila y me pierdo en cualquier parte, lejos del mundo. Estaríamos en una playa olvidada, medio salvaje, de las que apenas visita nadie, y nos sentaríamos a la orilla del mar, a escuchar las olas y a mirar el horizonte. Y permaneceríamos callados, porque tú amas el silencio tanto como yo.  Nada de miraditas románticas. Tú no eres de esa clase de mujeres. A ti te gusta que un hombre mire la vida en la misma dirección que tú. Por la noche, yo tocaría con mi grupo en algún bar cercano y me vendrías a ver, como cualquier novia va a ver a su chico actuar. Porque para ti yo no sería el actor guapo y famoso con el que muchas querrían salir. Tú estarías conmigo por ser yo, un ser anónimo entre tantos y me amarías tal cual soy.
Y mientras pensaba todas estas cosas, pasaste por delante de mí sin darte cuenta. A la física se le habían unido dos libros más que no alcancé a ver. Te seguí. Bajaste dos plantas. Pagaste en la caja autoservicio. Me dieron muchas ganas de acercarme y hablarte, pero no era el mejor lugar para hacerlo. Decidí esperarte discretamente junto a la escalera de emergencia, sin llamar la atención. Cogiste la bolsa con tus libros y te dirigiste a la salida. Continué tras de ti. Ya en la calle, apreté el paso para acercarme. No me sería difícil, caminabas despacio, sin prisa, como si la Tierra girase para ti a una velocidad diferente. ¡Me pareciste genial! ¡Estaba deseando hablar contigo mientras tú me mirabas de esa manera tan especial!
De pronto, alguien me paró.
-¿Te haces una foto conmigo?
Le dije a aquella inoportuna que me había confundido con otra persona. Fueron unos segundos, tan sólo un instante en el que te perdí de vista. Miré de nuevo hacia la calle, pero fui incapaz de encontrarte. Tú ya te habías perdido entre la multitud.
Regresé al hotel, entristecido por aquel desencuentro. ¡Si aquella mema no me hubiese reconocido ahora estaría contigo! Adiós a la playa, a la fuerza de la gravedad, a la física cuántica, al silencio y a la música. Adiós a todo por culpa de la fama.
Tú nunca lo supiste, pero yo aún lo recuerdo, querida desconocida.

KEANU REEVES

*Basado en un hecho real.





Querido Antonio:

Te escribo esta carta a escondidas porque si mis padres lo saben, aparte de castigarme la destruirán y no llegará a tus manos. Aprovecho que mañana también se va para esas tierras mi primo José, que es el único de mi familia que veía con buenos ojos nuestro noviazgo y me ha prometido entregártela en cuanto te vea.

Cuando te fuiste, hubiese querido ponerme de negro como es costumbre aquí hasta que tuviera noticias de que habías llegado bien de salud al nuevo mundo; pero sé que no me lo habrían consentido porque dicen que eso lo hacen las casadas y tú ni siquiera eras mi prometido, sólo un pretendiente con el que se supone que no tengo compromiso ni atadura física ni moral. Ya sabes que aquí los sentimientos no cuentan y no se considera decoroso que una jovencita sufra por lo que ellos llaman “un tonteo”.

Tal vez lo más difícil haya sido precisamente eso, disimular mi pena y que pareciese que no me importabas nada, pero sólo Dios sabe cuánto he llorado por dentro imaginando los peligros que pasarías durmiendo muerto de frío en la cubierta del barco, que me han dicho que lo mejor para quien no puede pagarse un camarote decente es ir de polizón en la cocina, porque, aunque haya ratas, se va mucho más caliente y seguro.

Cuando supe que habías llegado, aparte de darle gracias a Dios, me puse a esperar tu carta haciendo mis propios cálculos: contando veintidós días de travesía más lo que tardasen en repartir la correspondencia, en dos meses tendrían que llegarme noticias tuyas. Así ha pasado más de medio año en los que si sé algo de ti es porque he adquirido un talento especial para indagar sobre tu vida; estiro las orejas en la plaza, en el mercado o a la salida de la iglesia cuando oigo hablar de los emigrantes que ya han escrito a sus casas y, no sé si será por el interés que pongo, pero cuando se pronuncia tu nombre, el mensaje me llega perfectamente nítido. Por eso sé que llegaste bien, que ya estás trabajando y que por el momento te vas librando de la malaria.

Ha sido mi primo el que me ha dicho que te escriba aunque no tenga ninguna carta tuya a la que contestar, y que sea valiente y te pregunte sin miedo si debo pensar en mi futuro contigo o sin ti. Es una pregunta retórica, yo sé que en el momento en que subiste al barco, comenzaste una nueva vida llena de incertidumbre y aventura en la que por supuesto yo no estoy. Te aseguro que tantas lágrimas como he llorado me han hecho madurar en muy poco tiempo y entiendo que no hay que culparte a ti sino a la miseria de esta tierra que hace salir a sus hijos del hogar donde nacieron, a romperse el alma, desarraigados y solos, en un nuevo mundo no siempre acogedor.

Mis padres desde el primer momento me han dicho que lo mejor es que te olvide para siempre, que tú no vas a volver y, si lo haces, será dentro de mucho tiempo, cuando hayas conseguido una fortuna y yo sea una vieja, porque ningún emigrante se marcha tan lejos .para regresar en un par de años. En más de una ocasión les he oído comentar entre ellos que no había que preocuparse por mí, que ya se me pasaría esa chifladura que tenía contigo, pero yo no quería que se me pasase, porque seguía aferrada a tu recuerdo. Ahora siento que tienen razón, que no me has escrito para no alimentar en mi más ilusiones, ni prometerme lo que no puedes cumplir, que no es fácil volver del sitio donde estás ni tampoco yo podría ir a buscarte.

Quiero que sepas que a partir de este momento pondré todo mi empeño en no pensar más en ti y te guardaré en la memoria como mi primer amor, ese que a los viejos les hace sonreir cuando hablan de él, seguramente porque no recuerdan cuánto sufrieron.

Espero que tú también guardes un grato recuerdo que esta niña tonta y deseo de todo corazón que encuentres en esas tierras la felicidad que te mereces. Tal vez, si vuelves dentro de muchos años, podamos los dos juntos reir y recordar cuánto nos quisimos cuando éramos jóvenes.

Hasta entonces
Marina







Cambridge, 4 de mayo, 1798
  
Amado mío:


    Hoy ha llegado hasta mi casa un emisario con la noticia de vuestra próxima muerte. Ha  amanecido lloviendo y el cielo está tan plomizo como mi ánimo.
  Los  recuerdos, que creía enterrados, se agolpan en mi cabeza de nuevo. Aquellos  días en la casa solariega de mi tía, donde yo pasaba el verano junto a mis hermanos pequeños, y os vi por primera vez. Entrasteis en la sala, con el sombrero en la mano y…tan apuesto…tan arrogante… ¡cómo olvidarlo! Erais la viva imagen de un caballero inglés. Os acompañaban vuestra esposa y vuestra pequeña hija. En ese momento no podía ni imaginar lo que nos deparaba el futuro. Durante los primeros días me tratasteis como lo que  yo significaba para vos, la sobrina de vuestra anfitriona. Pero  yo ya me había fijado en vuestras manos, en vuestra sonrisa, en vuestros ojos… esos ojos que me dirían todo sin palabras y que me quemarían el alma cuando se posaran sobre los míos.  
   Eráis  tremendamente amable y me tratabais tan cortésmente que no pude resistirme. Si cierro los ojos vuelvo a escuchar en mis oídos: “Sois preciosa y encontrareis pronto un joven que os adorará. Guardaos para él”. Yo os creí por primera vez. Bien es verdad que poco sabía yo de los hombres debido a mi corta edad y mi más aún escasa experiencia con ellos. Quizás por eso os resultó tan fácil...
   Recuerdo, querido amor, con nostalgia, la primera vez que posasteis vuestra mano, descuidadamente, sobre la mía. Un fuerte estremecimiento que recorrió todo mi ser  me paralizó entera y creí que todas las personas de aquella sala se había dado cuenta de  ello, tal era mi turbación. Y aquello solo fue el principio. Desde ese momento no dejasteis de buscarme y yo de buscaros a vos. Era una locura. Cualquiera  podía vernos, los criados, las doncellas, mi tía, vuestra esposa… la insensatez se había apoderado de mí. Ya solo veía y sentía por vos y todo lo demás había dejado de existir. A veces me decíais que algún día dejaría de quereros y yo os contestaba que podría odiaros más pero no quereros menos. ¡Bendita inconsciencia!
   Me vienen a la memoria esos días como si hubieran pasado mil años, cuando solo han pasado unos pocos. Yo he crecido en edad y también en  experiencia. Las cosas no salieron como yo esperaba, aunque… ¿qué era lo que realmente esperaba? ¿Qué dejarais a vuestra esposa e hija por mí?... ¡era tan inocente! Durante los siguientes años hacíamos por vernos siempre que podíamos en casa de mi querida tía o en cualquier otro lugar que me proponíais, pero a los pocos momentos de dicha y placer que nos procurábamos le seguían otros de amargura y tristeza, en especial cuando os veía compartir felizmente la vida con vuestra familia y yo quedaba postergada a un plano invisible para vos, aunque siempre lo habéis negado.
   Evoco  el día de mi vigésimo cumpleaños, cuando nos encontramos bajo el templete del jardín y me regalasteis aquel camafeo, que aún conservo, con un mechón de vuestro cabello dentro. Os pedí que nos marcháramos juntos y protestasteis por mi poca comprensión. Discutimos, y yo terminé llorando y vos irritado. Entonces tomasteis una decisión: si tan dolorosa resultaba la situación para mí, lo mejor sería que no nos volviéramos a ver. ¡En ese momento hubiera preferido estar muerta! ¡¿No volvernos a ver?! ¿Era eso lo que queríais? ¡Sería lo último que yo hubiese querido en la vida! Nos separamos aquella mañana con la sensación de que algo, irremediablemente, se había roto entre nosotros.
   Continúa lloviendo, querido mío, y los tristes recuerdos de aquellos días invaden la habitación desde la que os escribo. Las gruesas gotas golpean con furia los cristales de la ventana, de la misma manera que los sentimientos no olvidados golpean mi corazón.
   Siento un escalofrío al recordar cuando me mirabais fijamente a los ojos diciéndome que me adorabais y que no podíais dejar de miraros en ellos, que tenían una fuerza  que no habíais visto en  los de ninguna otra mujer, que queríais pasar el resto de vuestra vida conmigo, pero que vuestra condición social os lo impedía y así pues debía aceptar la situación tal como estaba. Y me besabais  en el cuello – ¡eso me volvía loca! - Yo no solo seguía creyéndoos, sino que necesitaba de esas palabras como del aire que respiraba. No podía vivir sin vos, la vida de cualquier otra manera se me hacía insoportable… ¡era tan joven! Acepté todo lo que me proponíais. ¡Maldita ignorancia!
   Continuamos así durante varios años, yo diciéndoos: “os amo” y vos  comenzando a decirme: “yo a vos, no”.  Yo diciéndoos: “no me importa, ya quiero yo por los dos”. Vos  diciéndome que os olvidara, que la situación se estaba volviendo insoportable y  huyendo de los lugares comunes, yo buscándoos como una endemoniada y sin querer evitarlo… ¿o es que no podía?  Han pasado los años y la única pregunta a la que he sido capaz de encontrar respuesta es esta: ¿me amabais? No. No sé si erais incapaz de amar o solo capaz de amaros a vos mismo. Siempre jugué el papel de la "otra". He tardado muchos años en comprenderlo, pero he conocido a otros hombres como vos y eso me ha sosegado el alma. ¡Bendita experiencia!
   Mis padres me buscaron un buen marido, bastante mayor que yo, y vos les ayudasteis a convencerme, diciéndome que nuestros encuentros serían más fáciles si era una mujer casada. También me dijisteis que no me amabais lo bastante como para impedir que comenzara mi vida con otro hombre, ya que vos no podíais, ni queríais, darme lo que necesitaba. Que sería lo mejor para mí. Otra vez os creí. Meses después de mi boda supe que os habíais buscado otra amante más joven. Yo ya no debía serlo lo bastante. El dolor que me produjo ese descubrimiento, no solo  me partió el alma, sino que me causaba dolor en cada centímetro de piel que habíais acariciado alguna vez. No sé cuál de los dos tormentos fue peor. Puse toda la distancia que pude entre nosotros. Con los años escuché cosas de vos y no os reconocía como el hombre al que amé. ¡Qué bien hice apartándome de vos!
    Me  dicen los amigos comunes que estáis a las puertas de la muerte, que os quedan pocos días y que me reclamáis a vuestro lado. ¿Ahora para qué? Parece que vuestra hija está de acuerdo en ello, pues no hayáis la paz. Hace años que no nos vemos y no tengo ninguna intención de que eso cambie. Conseguí rehacer mi vida, con el hombre que elegisteis para mí, al que no solo respeto, sino que también he aprendido a amar, si bien es cierto que de una manera distinta a la que os amé a vos. Me ha dado dos preciosos hijos que son la recompensa a mi desengaño y demuestra una infinita paciencia conmigo.
    Lo máximo a lo que he accedido es a mandaros estas letras en recuerdo del amor que una vez sentí por vos, y para que muráis en paz, sabiendo que no solo no os guardo rencor, sino que recuerdo nuestro pasado juntos como una parte de mi vida que no debo olvidar, pues  dejaron una huella indeleble en mi alma. Nunca  he vuelto a sentir nada parecido por ningún hombre. Morid pues, mi querido amigo, en paz. Hicisteis de mí una mujer más fuerte.
   Cuando esta carta llegó a mis manos quizás ya estabais muerto, o puede que lo estéis cuando llegue a su destino la mía.  Si es así le  he dicho a mi emisario que la introduzca en el féretro para que os acompañe en vuestro último viaje y al menos podáis hallar la paz más allá de la muerte, de esa manera os llevareis algo de mí y yo habré cumplido con la palabra dada y con mi conciencia.
   Os llevo en el alma, pero hace mucho tiempo que deje de amaros y también de odiaros. Creo que me alegro de vuestra muerte.


                                                                                                                                                    Sophie



No hay comentarios:

Publicar un comentario