viernes, 27 de mayo de 2011

Algo de poesía


El frío es inevitable

El frío seco del vacío,
el de la quietud de las alas
previo al crujir de huesos
con el que el nuevo huésped llama.

Apresuro mi paso, siempre firme
y ceso su esfuerzo baldío
para ahuyentar mi figura calma.

«Tranquilo, no, no es un sueño,
pero puedes dormir, seré tu almohada».
           

Poco a poco, el invitado cree que vive
y si quiere más recuerdos, se los digo,
está aquí de paso… he de velar por su alma
pues soy el último testigo
del tránsito anterior hacia la nada…

Fernando Raúl Gómez

Y de repente tu voz

Y de repente tu voz
vino a curarme la herida,
y ya no supe ser Yo
si me faltaba tu vida.

Dejé al miedo partir
y que me hablara la brisa
para escucharle decir:
«vete despacio, no hay prisa».

Como un loco sin red
y con perenne sonrisa
vivo paseando mi fe
por tu fragante cornisa,
haciendo bello el revés
que siempre llega… y no avisa;
amándote como jamás amé,
a ti,
«la estrofa que mi canción más precisa»

Fernando Raúl Gómez

La maldad

Si te gustan los seres que dan miedo, seguramente esta entrada, plagada de personajes malvados, te va a encantar. 


Asesino genial

Como todos los días, desde hace quince años, estoy en el café. Salgo del trabajo y aquí vengo a las siete de la mañana, siempre a la misma mesa. No necesito hablar, los camareros ya saben lo que tomo y no cruzamos palabra. Me interesa que me crean una persona metódica e inofensiva. ¡Pobres diablos! Se toman la libertad de sentir simpatía por mí, sin saber que soy la personificación del mal, que mato por placer y nunca he sentido ni un atisbo de piedad ni remordimiento.

Siempre he trabajado en turnos de noche, cuando se tiene esta ocupación hay que buscar oficios legales que te ayuden a encubrir tus crímenes. Es preciso que los cadáveres se esfumen sin dejar rastro, que se hable únicamente de gente desaparecida. He tenido la precaución de ir cambiando de oficio antes de levantar sospechas; he sido enterrador, pocero, operario de cementera, de fundición, de horno de cal, de planta incineradora de residuos. También estuve en un crematorio de mascotas donde cualquiera podía llevarse las cenizas de su pastor alemán junto con las de un brazo de mi última víctima.

Un día tuve conciencia de que era un genio, un genio malvado, pero genio al fin y al cabo, y era una pena que tanta perfección no saliese a la luz. Me puse a escribir mis hazañas y descubrí que había un placer superior al de matar: describir con palabras el proceso, desde que se elige a la víctima, por supuesto al azar, hasta que se le impone una muerte horrenda; lo más difícil de retratar es el espanto en los ojos, pero merece la pena porque ser capaz de reflejar sobre el papel cada pormenor es volver a vivirlo todo. Y así llevo los últimos quince años sentándome en la misma mesa del café y escribiendo sin parar, detallando mis más de cincuenta asesinatos.

Pero he llegado al fin. Me queda poco tiempo aquí, lo que no quiere decir que deje de hacer daño. Creo que será más fácil desde el otro mundo, sin el lastre de este cuerpo que tanto empieza a pesarme y además tengo méritos suficientes como para que a mi muerte las fuerzas del mal vengan a recibirme con honores. Ya tengo pensado como será. Hoy haré como que se me olvidan unas cuantas páginas sobre la mesa del café, y el grafólogo que se sienta cerca de mí y que me mira con tanta curiosidad será el primero en dar la voz de alarma. Me buscarán, unos para castigarme, otros para tratar de entender mis motivos. Pero cuando lleguen a mi domicilio yo ya me habré tomado las pastillas que guardo desde hace tiempo y estaré muerto. A mi lado encontrarán un manuscrito de más de quinientas páginas numeradas, el mejor relato de terror de todos los tiempos.

Milagros González


La justicia

Para cuando lean esto, que no pretende ser ni una carta ni una declaración, ya me habré ido; mi cuerpo seguirá aquí y es lo que hallarán pero ya me habré marchado, tranquilamente, sin prisa y, según tu criterio, tan cobardemente como siempre me moví por esta mierda de mundo que nos tocó vivir.

            Hace tiempo que no me sentía tan real, tan consciente de lo que estaba haciendo. Para cuando el espectáculo de luces, de coches de policía y ambulancias haya comenzado, cuando el sinfín de vecinas histéricas que no acertarán a explicar a los medios el por qué (la cuestión es por qué iban a saberlo, si nos hemos encargado todos de vivir en celdas incomunicadas de 60 metros cuadrados); para cuando venga esa horda de extraños familiares, digo, yo seré un espectador más de la función de tristeza y soledad que dejaré.

            ¿Vendrá la televisión? Sí, claro, las cámaras se apostarán afuera husmeando por dónde entrometerse en nuestro pasado, en cómo quedará el futuro del “entorno”. ¿A quién le importa en realidad? ¡Claro que vendrán!, y mientras las cámaras olfatean las debilidades humanas, el resto de periodistas harán turnos deseando que sea en el suyo en el que aparezca mi cuerpo bajo una manta, camino del forense, y así poder hacer la foto de rigor y mandarla a redacción… y esperando el de la coprotagonista, por supuesto. No te preocupes…

            No eres más que la coprotagonista, aún después de muerta, sigues siendo acompañante, poco más que atrezo. Mi figura importará más, desmenuzarán mi personalidad, seré portada durante un par de días en todos los diarios, mi nombré encabezará mil debates en cada una de las mil cadenas que nos desinforman cada vez que bajamos la guardia. Puede que hasta algún investigador (¿te das cuenta que este mundo que dejamos, está lleno de expertos, abogados, políticos futbolistas y famosos?) escriba un libro de mi (perdón) de nuestro caso, sobredimensionando mi figura y poniéndola como paradigma de la sociedad sin alma que hemos creado. ¡Qué frases más vacías inventa el lenguaje!

            ¡Cuidado, Ana! ¡Sabes que no busco la notoriedad! ¡Que me trae al paro tanta simpleza ajena y que lo único que busco es encontrar la clave para acabar con ese sufrimiento en el que malvives (cito textualmente tus palabras)!

            Te tienes por maltratada, vilipendiada, forzada, esclavizada y no sé cuántas cosas más… ¿Es cierto? ¡ES UNA MENTIRA! ERES BASURA, ERES LO ÚLTIMO DEL RESTO DE LO QUE HAY DESPUÉS DEL FINAL DE LA CADENA DE ALIMENTOS… ¿Es cierto? No creo que yo te haya hecho sentir así jamás y ni las cinco denuncias falsas que has puesto lo probarían, ni las señales físicas, porque no existen…


            En cualquier caso, Ana, y con tu permiso, ¡no me mires así, por Dios! espera, te cerraré los ojos, así está mejor. Voy a beberme el café que me debo. Bueno… mmmm muy bueno…







            Aún me quedan cinco minutos, no para pedirte perdón, ni para hacer temblar again tu cuerpo desconsolado por el dolor. No, ya no me interesa, no me excita la idea como tantas otras veces. Te miraré, simplemente, para llevarme tu rostro conmigo (figuradamente, claro). ¿Sabes? Lo que sí lamento es no haber tomado esta decisión antes, el café tiene un sabor riquísimo…

            Los cinco minutos pasaron más rápido de lo que él esperaba, o todo lo que había aprendido en la facultad no era cierto y el efecto se ejecutaba en tres. Podría ser.

            Despertó en una oscuridad absoluta. Era ligero como una pluma y empezó a intentar gritar un “hola” que ni él mismo escuchó. De pronto todo fue claridad, parecía que alguien había encendido la luz. ¡Mira, tú, quién está aquí! pensó y volvió a decir “hola”, un “hola” firme que esta vez tanto él como Ana oyeron perfectamente.

            ¿Qué tal, amor mío? se apresuró a decir. Bien, relajada, tranquila, igual que tú ¿verdad? ¿Yo? Estoy estupendamente, me siento fenomenal, ¡libre! ¡Libre de ti y de mí! ¡Me he tomado el triple de la dosis que te dí a ti media hora antes y estoy deseando explorar este mundo! ¿Has visto algo?
No, te estaba esperando. Te he escrito algo. ¿Un poema de agradecimiento, como cuando éramos novios? No te tenías que haber molestado Ana. Quiero que lo leas, después volverá la oscuridad y después de nuevo la luz… ¿Tú crees que he venido a jugar? ¿Quieres que juguemos? No intentes cogerme, no somos cuerpos aquí, es imposible. Lo que he escrito flota detrás de ti.

            Comenzó a leer —Querido… y se dio la vuelta para comprobar que ella no estaba. ¡Al diablo! pensó. Se giró y siguió leyendo las letras de aire.

            Cada vez leía más despacio, inseguro de lo que estaba leyendo. Cada dos palabras volvía a girar la cabeza, pero Ana nunca estaba. Al terminar de leer se giró con violencia es imposible yo te… las tinieblas volvieron, y de nuevo su voz enmudeció. Al cabo de unos segundos, la luz regresó; primero le cegó el cambió, como la vez primera, pero ya retomado el control se puso a chillar como un loco, gritando el nombre de aquella que escribió en aire…
¿Dónde estás? gritó desesperado…

            Al lado de donde había estado leyendo, se abrió una ventana: era Ana, Ana al lado de su cuerpo, escribiendo, tal y como ella le había dicho en sus letras de aire que pasaría. Conforme Ana escribía, él lo podía leer, flotando en este otro lado:

            «Lo que no recuerdas es que también te dije que la justicia era inevitable y que te encontrarías con ella de cualquier forma, por mucho que te hayas pasado tantos años ahuyentándola. La justicia sabe todos los atajos que son usados para escapar de ella. No se puede huir del destino y mi destino es vivir, y el tuyo, ya lo estás viendo, morir muriendo, igual que en vida pretendiste morir matando.

No fallaste, la dosis era la justa, pero he aprendido a conocerte tanto que cada paso que das puede precederlo mi cerebro. La dosis era justa, pero estabas tan acostumbrado a vencer que dabas por sentado que bebería todo el café que preparaste. El tiempo te ha hecho más iluso que violento.

Ahora empezará el espectáculo de ambulancias y policía, sí, y llevas razón, tú serás un espectador privilegiado. No se puede escapar del guión que uno trae escrito, pero yo intentaré reescribir aún el mío…»

La oscuridad se volvió pesada, le ahogaba… no podía gritar, o al menos no se oía. La boca le sabía a peces muertos, a café de años, a inmisericorde soledad…


Fernando Raúl Gómez

Un nombre, un sentimiento...

El azar nos ofrece combinaciones extrañas de sentimientos, personajes e historias. Si les damos vida seguramente podrán contarnos más cosas.


La enfermera y la muerte


   De pequeña, una tarde de verano, mientras jugaba, Sara sintió algo dentro de su pecho, una pequeña punzada que la desconcertó y la llevó de alguna manera a levantarse y correr al patio donde su abuela dormitaba a la sombra, balanceándose en su vieja mecedora, como lo hacía cada tarde después de comer.
     Al asomarse desde la cocina la vio allí sentada con su librito de poesía en el regazo, los ojos cerrados y un rictus de paz en los labios. Junto a ella, en cuclillas, estaba un hombre delgado, vestido todo de negro, que le decía algo al oído. Tan bajo le hablaba que ni siquiera pudo oír el susurro de sus palabras. De pronto él volvió su cara hacia la puerta de la cocina y la miró directamente a los ojos.
     Sara sintió un escalofrío recorrer su cuerpo al sentirse descubierta por aquella extraña persona y corrió asustada buscando a su madre para contarle que el “amigo” de la abuela parecía malo y le daba mucho miedo.
     Su madre la miró extrañada ¿qué amigo? pensó.
     Pero el miedo que irradiaban los ojos de la niña era tanto que prefirió ver con sus ojos. La niña la siguió de lejos, asustada.
     Cuando salió al patio no vio nada anormal, ni vio a nadie vestido de negro, solo a su madre durmiendo con el libro sobre las piernas, como tantas veces.
¿Mamá, estás bien? 
     No contestó.
     Al acercarse más a ella vio sus labios pálidos a pesar del calor y sus ojos cerrados, hundidos dentro de las cuencas, le dijeron en silencio lo que no quería oír. No quiso asustar a la niña más de lo que ya estaba. Dando la espalda a Sara se sentó junto a la tumbona y cogió suavemente la mano aun caliente de su madre, esa mano que tantas veces había cogido la suya.
Sara, por favor despierta a papa y dile que venga le dijo mientras dos lágrimas tranquilas caían sobre sus mejillas.
     La niña, que había presenciado toda la escena agarrada al marco de la puerta, corrió hacia adentro y aún se oían sus pasitos repiquetear cuando su madre se derrumbó en un largo sollozo.

Agustín García-Bravo

Hiromi

La angustia devoraba el aire, ya no había sitio para él en aquella habitación. La
luz también se había marchado, había sido engullida por altos rascacielos, sustituida por brillantes y modernos colores. Allí, justo detrás de aquellos edificios, debía de estar poniéndose el sol. Hiromi lo sabía, lo pensaba cada tarde. —Algún día volveré a ver el sol balbuceaba, mientras el olor a alcohol llenaba cada rincón de la habitación, se topaba con la angustia y ambas luchaban durante horas.

Hiromi ignoraba aquella batalla, pues ella ya había sido derrotada por el alcohol. Esa tarde había sobrepasado el límite, en ninguna otra ocasión había bebido de un modo tan desesperado y vehemente. Aquel ritual al que se había acostumbrado se tornaba peligroso, sin embargo, ella no lograba verlo y lo consideraba un bálsamo, una ventana abierta por la que arrojar los trágicos recuerdos, la tristeza y el dolor que éstos le causaban. Era una carga demasiado pesada, un ancla habituada a su corazón, un corazón cada vez más debilitado por el peso y por la cara de una sociedad occidental inhumana y gris. Todo era tan diferente, tan distinto de lo que conocía, que a menudo añoraba volver a su país natal, a su querido Japón.

Laura García

Amaya y la nostalgia

Después de tantos años volvía a estar frente a la pequeña verja de hierro forjado que guardaba la linde de la que fuera su casa. Empujó la puertecita y caminó despacio por el sendero de baldosas rotas que conducía hasta la entrada. En tanto tiempo transcurrido desde que se marcharon a vivir fuera del país y la dejaron cerrada, la naturaleza había hecho su trabajo y había ido reconquistando con paciencia cada rincón de lo que antaño fuera un jardín bien cuidado. La hierba crecía salvaje por todas partes, incluso por el tejado y la pared.
Entró en el comedor. Los muebles aún seguían colocados en su sitio, tapados con sábanas o con grandes trapos cubiertos por el polvo. El tejado y las esquinas estaban repletos de telarañas ya amarillentas. Todo, incluido el aire, con ese olor a rancio de la madera vieja, parecía anclado en otro tiempo, en un tiempo pasado que no habría de volver. Descorrió las cortinas y contempló el jardín. Y la memoria le trajo de nuevo las tardes de sol y limonada, de combas y escondites, de columpios y toboganes. ¡Aquellas meriendas de pan y chocolate! La felicidad de esa etapa de la vida en la que el tiempo y el espacio parecen eternos. Luego todo cambiaría para siempre.
Su butaca seguía colocada junto a la ventana. En ella comenzó a leer sus primeros cuentos siendo muy niña, y siguió sentándose para sumergirse una y otra vez en historias inventadas por otros que hacían volar su imaginación. Allí seguía la mesa para doce comensales en la que le gustaba hacer los deberes. Nunca le gustó hacerlos en su cuarto, prefería los espacios grandes, el comedor inmenso y la mesa tan larga. ¡Cuántas tardes de silenciosas tareas escolares gastó en ella! Muchas veces la acompañó Amaya, sobre todo en invierno, cuando jugar en el jardín era imposible por el frío y ambas gastaban su tiempo en ejercicios de matemáticas y cuchicheos sobre lo ocurrido durante la mañana en el colegio.
Se acercó tranquilamente a la chimenea frente a la que se encontraba el tresillo. Sobre la cornisa había una foto enmarcada de ella y su amiga en el circo. No tendrían más de trece años. Había caras sonrientes y ganas de vivir. Luego la vida las separaría para siempre.
Miró su cara en el espejo encima de la chimenea. Vio su cabello que se tornaba gris y su rostro que empezaba a marchitarse. Sintió deseos de volver a aquel momento, a aquel instante en el que parecía que nada en el mundo lograría separarlas, donde la mezquindad y la mentira no parecen existir. ¡Que pronto se dio cuenta de que no eran más que ilusiones!
Cuando se marchó de aquella casa, la distancia comenzó a separarlas. Después, el tiempo. Comenzaron escribiéndose todas las semanas, contándose las novedades del instituto, pero poco a poco ella se olvidaría de escribir, ocupada en nuevas amistades y en primeros amores. Las cartas fueron espaciándose, hasta que dejaron de escribirse y se olvidó de ella.
Tomó la fotografía entre sus manos. Se apoyó cansadamente en el brazo del sofá antes de sentarse y continuar pensando en Amaya, pensando con nostalgia en la amistad mas verdadera que jamás había tenido.

Carmen Sousa