viernes, 22 de julio de 2011

Dimensión desconocida

El temor a los acontecimientos sobrenaturales también ha nutrido numerosos volúmenes de la mejor ciencia ficción. ¿Qué pasaría si un día cualquiera nuestra vida cambiara radicalmente de forma inexplicable?


Miedo

Sé que parece un relato fantástico lo que voy a contarles y no espero que me crean, pero el caso es que ocurrió. Sucedió hace tiempo, cuando yo trabajaba en el centro de la ciudad. Aquel día parecía como otro cualquiera y nada me hacía sospechar que algo iba a cambiar mi vida para siempre. Habitualmente, aunque mi hora de entrada a la oficina era a las ocho de la mañana, yo solía llegar bastante más temprano para no tener problemas ni con los embotellamientos ni con la falta de sitio donde estacionar el coche. Con la media hora que me sobraba, entraba en el bar y me tomaba el primer café del día. Pero aquella mañana llovía y el tráfico era muy lento e intenso, y como ya era tarde, opté por el último recurso que me quedaba: me fui directamente a una pequeña colonia de casitas bajas y silenciosas; allí las calles eran menos transitadas y había un garaje-taller, donde por un precio no muy alto podía dejar el coche hasta las tres o cuatro de la tarde. Después, apurando el paso, en siete minutos estaría en la oficina. No era la primera vez que lo hacía y nunca pasaba nada de particular. El porqué aquel día me ocurrió algo tan insólito es algo que no puedo explicarme. Yo iba distraído escuchando en la radio las noticias de las ocho, pero noté un impulso extraño al bajar la pendiente del garaje, sentí el mismo vértigo que si estuviese en una atracción de feria. Sujeté el volante como pude porque tenía miedo de chocar, aunque no sabía contra qué. Después el coche se paró y pensé que se trataba de un fallo de frenos o de dirección o qué sé yo; se lo comentaría inmediatamente al chico del garaje para que le echase un vistazo. Yo estaba asustado, pero bien. Lo que me extrañaba era la oscuridad absoluta en la que me encontraba, porque generalmente el garaje estaba con las luces encendidas y el empleado salía al encuentro de los clientes.

Salí del coche y entonces noté un frío intenso; estaba a la intemperie y la noche era profunda, las estrellas brillaban en lo alto y a mi alrededor no había absolutamente nada. Empecé a temblar de frío y de miedo y volví a meterme en el coche. Al cabo de unos minutos, en los que intenté pensar que aquello era un mal sueño, salí otra vez del coche pero el miedo me hacía temblar de pies a cabeza y entré de nuevo a toda prisa. Cerré bien las ventanas, puse el bloqueo en las puertas. Dentro, todo era normal, el reloj del salpicadero marcaba las ocho y diez, en el asiento de al lado estaba mi chaquetón, mi portafolios y el paraguas. La radio seguía encendida pero hacía ruido y no sintonizaba ninguna emisora, el teléfono móvil no funcionaba. Yo intentaba razonar una explicación para lo que me estaba pasando. Si fuera una pesadilla de la que costaba salir, solamente el miedo que tenía me habría despertado. También podía ser que hubiera tenido un accidente y estuviera inconsciente en un hospital o incluso muerto. Encendí el motor para que funcionase la calefacción pero no me atreví a ponerme en marcha, sin saber hacia dónde. Seguía siendo de noche. Un poco más tarde, cuando comenzó a clarear, descubrí que estaba en una carretera vacía en mitad de un paisaje desértico. Abrí mi portafolios y todo estaba en orden; leí con avidez los contratos que había estudiado para llevar a la oficina aquella mañana, señalando en rojo las cláusulas que había que modificar. Los leí en voz alta y temblorosa, palabra por palabra, porque aquellos documentos me unían a la realidad que conocía y me hacían pensar que si estuviera dormido o muerto, no podría recordarlo todo. Como el sol empezaba a calentar, apagué el motor y esperé a que alguien pasara por allí; no sabía qué hora podía ser en aquel lugar, pero mi reloj marcaba las once. A mi alrededor todo era silencio, ni un pájaro, ni una brizna de hierba, aunque fuera seca, solamente un cielo aburridamente azul, una llanura inmensa y una carretera recta que se perdía en el horizonte. Un poco repuesto, porque la claridad del día me ayudaba a tranquilizarme, me puse en marcha, pensando que aquella carretera forzosamente llevaría a algún lugar habitado, pero recorrí cuatrocientos veintitrés kilómetros, hasta que se acabó el combustible, sin percibir un solo cambio en el paisaje. El sol era implacable, y nada perturbaba aquel silencio, ni una lagartija, ni un insecto, nada. Entonces, salí del coche y aproveché la sombra que el mismo hacía contra el suelo para sentarme y descansar. Abrí también el paraguas para que la sombra fuera mas amplia, saqué del portafolios papel y bolígrafo y me dispuse a relatar lo que me había pasado. Más tarde, escribí una carta de despedida a mi familia porque estaba convencido de que iba a morir; tenía mucha sed y empezaba a dolerme la cabeza. Lo peor no era la muerte, sino no entender por qué. Llegué a pensar si sería yo un juguete manejado por algún niño de una civilización superior, que había decidido sacarme de mi ambiente cotidiano y llevarme a un entorno extremo para ver cómo reaccionaba. No sé cuanto tiempo pasé sentado en el suelo, pero el sol se ocultaba de nuevo y empecé a tener frío. Antes de que volviese la oscuridad absoluta, entré en el coche, recliné el asiento hacia atrás, me eché el chaquetón por encima, me senté con el portafolios abrazado a mi pecho y caí en un duermevela desesperanzado.

Cuando desperté estaba en un hospital de mi ciudad de siempre, la policía me había encontrado en un descampado de las afueras, dentro de mi coche, en la misma postura que he descrito y en un lamentable estado de deshidratación. Parece ser que llevaba tres días desaparecido. Ante el temor de que me tomaran por loco, dije que no recordaba absolutamente nada. Les dejé que investigaran a ciegas las manchas de tierra roja de mi traje, del paraguas y de las ruedas del coche, que buscasen huellas. También permití que me hiciesen todo tipo de pruebas cerebrales para detectar posibles lesiones físicas o psíquicas. No encontraron nada. Cuando consideraron que estaba restablecido me dieron el alta y volví a mi vida de siempre.

Desde entonces, esos días se han convertido en una incógnita para los que me rodean y yo procuro no hablar del tema, pero sigo guardando en mi escritorio los folios que escribí en aquellas horas desesperadas, como prueba de que todo fue verdad. Por supuesto, no he vuelto a ser el mismo. El miedo, lejos de abandonarme, ha ido creciendo en mí y tomando carta de naturaleza. Empecé durmiendo con la luz encendida porque despertarme por la noche a oscuras me traía malos recuerdos; después dejé de meter el coche en aparcamientos subterráneos o con curvas muy cerradas, porque la angustia que experimentaba me hacía perder el equilibrio mental. Por último dejé de conducir. No me siento seguro en ninguna parte. Salgo a la calle siempre acompañado, porque creo que puede haber un mundo solitario e inhóspito que me espera al doblar cualquier esquina. Si ya me pasó una vez, puede volver a ocurrirme. Me consuelo pensando que tal vez no me elijan de nuevo a mí, que hay mucha gente en el mundo, aunque yo, como precaución, no he vuelto a pasar por la pequeña colonia de casitas bajas y silenciosas, donde hay un garaje-taller de mecánica rápida.

Milagros González


ESHU

El minutero continuaba imparable su recorrido. A través de la ventana, María contemplaba cómo la luz se iba apagando a lo lejos. “No hay nada qué hacer”, pensó. No había tristeza en sus pensamientos, sino una especie de aceptación de lo inevitable.

El trabajo de su padre les había llevado a vivir a Haití, y allí pasó su infancia. Con cuatro años comenzaron las pesadillas, “terrores nocturnos” dijo el médico, pero eran tan reales que la niña se negaba a dormir. Su madre se sentaba a su lado en la cama, tomaba su mano mientras intentaba calmarla, pero todo era en vano, cuando conseguía dormitar un sobresalto brutal arqueaba su pequeño cuerpo y comenzaban los gritos de terror.

Hartos de acudir a los especialistas más diversos (incluso fueron hasta Nueva York, buscando la opinión de un famosos psiquiatra), al final decidieron llevarla a un chamán en aquella tierra de vudú. Su padre, en principio, se negó a tal insensatez, pero su madre, desesperada, le convenció diciendo que no se podía ir a peor.

El sacerdote escuchó el relato de mi madre, examinó a la niña, miró sus ojeras, su tristeza, su desidia y flacidez. —No hay duda, se trata de vudú. Por sus pesadillas, veo que su hija a sido ofrecida a Eshu, diosa de la venganza, como ofrenda por una petición y Eshu, a través del sueño, se la ira llevando poco a poco. Tenemos que obrar rápidamente y con determinación —y se puso manos a la obra. —Sólo el amor nuevo, los sacrificios y la generosidad podra detener a Eshu —dijo.

Seguimos sus indicaciones y al cabo de una semana todo había cambiado, María conseguía dormir, a ratos, al principio, pero poco a poco su sueño fue más profundo, hasta normalizarse por completo.

Una noche, de repente, volvieron las pesadillas, pero la madre, alertada por el santero, procedió a levantar la cama. Allí, bajo el colchón, encontró una serie de amuletos horribles y malolientes. Interrogaron a los criados y supieron que la artífice de tal hecho era una de las doncellas, una nativa ya entrada en años que confeso haber ofrecido a la niña como ofrenda por la venganza solicitada para su hija que había sido engañada y abandonada por un americano. El despido fue inmediato. Con la protección que seguía otorgando el chamán volvió de nuevo la calma.

La familia tuvo que volver a Europa, pero la madre pidió a aquel hombre que siguiera protegiendo a María con sus sacrificios. Ella le enviaría pagos puntuales para mantener los necesarios ritos y limosnas. Casi se habían olvidado estos episodios cuando de repente, una noche, María comenzó a gritar con fuerza. Su madre, presa del pánico, corrió a su lado: no había duda, las pesadillas habían vuelto. Desesperada, a la mañana siguiente llamó por teléfono a sus contactos de Haití. Allí le informaron que el chamán había muerto la semana anterior, dejando desamparadas a María y otras víctimas a las que el hombre protegía de las hechicerías.

Volvieron de nuevo las peregrinaciones a médicos, los tratamientos nuevos y antiguos, todo tipo de inventos se probaron con María, pero sus pesadillas eran cada vez más feroces y ella estaba cada día más débil. Tomaba un sinfin de pastillas, cada vez más fuertes, para poder conseguir conciliar el sueño, pero la joven, que entonces tenía dieciséis años, sólo era capaz de dormir a ratos durante el día, cuando el Sol seguía en el cielo, y aún así no conseguía descansar.

Todo cambió cuando conoció a Sergio. Fue un flechazo, y el amor el joven parecía haber terminado con la maldición. María se animó y comenzó una vida normal, olvidando sus miedos y sus pesadillas. Sus padres recordaron lo que les había dicho el chamán sobre la protección de un amor nuevo y aunque no conocían demasiado a Sergio ni estaban muy seguros de las intenciones del joven, decidieron dar su aprobación a la propuesta de matrimonio que hizo a su hija.

Todo había terminado. María dormía cada noche tranquila al lado de su esposo y si las pesadillas se acercaban alguna vez bastaba sentir la presencia del cuerpo amado para alejar de ella la oscuridad.

Una mañana Sergio tuvo que viajar a una ciudad cercana por negocios. Por la tarde volvería a casa porque no quería dejar a María sola durante la noche, pero las citas se retrasaron y se fue haciendo tarde. Trató de apresurarse, pero cuando se acercaba a la casa ya no había luz del sol en el cielo. Nadie supo cómo, su coche volcó estrellándose contra un árbol, y nadie, salvo su esposa, entendió aquel accidente. Sergio murió en el acto.

María sabía que no había escapatoria, la noche se acercaba y ella ya no podía ni quería huir. Abrió el cajón de la mesilla y saco un frasco de pastillas. Sus padres, por temor a que hiciera una locura, habían controlado exhaustivamente su medicación durante todos esos años, pero ella había ido guardan trozos de pastillas y el polvo que iba quedando en el fondo de los envases hasta conseguir aquel pequeño tesoro: un frasco medio lleno con restos de tranquilizantes.

Tomó un vaso, lo llenó de agua, disolvió el contenido del envase y se lo tomó de un trago. No hay nada que hacer, todo este tiempo ha sido un regalo dijo en voz baja. ¡Eshu, diosa de la venganza, aquí me tienes, cumple tu misión! grito mientras caída muerta al suelo.

Asun Hernández