viernes, 22 de julio de 2011

Dimensión desconocida

El temor a los acontecimientos sobrenaturales también ha nutrido numerosos volúmenes de la mejor ciencia ficción. ¿Qué pasaría si un día cualquiera nuestra vida cambiara radicalmente de forma inexplicable?


Miedo

Sé que parece un relato fantástico lo que voy a contarles y no espero que me crean, pero el caso es que ocurrió. Sucedió hace tiempo, cuando yo trabajaba en el centro de la ciudad. Aquel día parecía como otro cualquiera y nada me hacía sospechar que algo iba a cambiar mi vida para siempre. Habitualmente, aunque mi hora de entrada a la oficina era a las ocho de la mañana, yo solía llegar bastante más temprano para no tener problemas ni con los embotellamientos ni con la falta de sitio donde estacionar el coche. Con la media hora que me sobraba, entraba en el bar y me tomaba el primer café del día. Pero aquella mañana llovía y el tráfico era muy lento e intenso, y como ya era tarde, opté por el último recurso que me quedaba: me fui directamente a una pequeña colonia de casitas bajas y silenciosas; allí las calles eran menos transitadas y había un garaje-taller, donde por un precio no muy alto podía dejar el coche hasta las tres o cuatro de la tarde. Después, apurando el paso, en siete minutos estaría en la oficina. No era la primera vez que lo hacía y nunca pasaba nada de particular. El porqué aquel día me ocurrió algo tan insólito es algo que no puedo explicarme. Yo iba distraído escuchando en la radio las noticias de las ocho, pero noté un impulso extraño al bajar la pendiente del garaje, sentí el mismo vértigo que si estuviese en una atracción de feria. Sujeté el volante como pude porque tenía miedo de chocar, aunque no sabía contra qué. Después el coche se paró y pensé que se trataba de un fallo de frenos o de dirección o qué sé yo; se lo comentaría inmediatamente al chico del garaje para que le echase un vistazo. Yo estaba asustado, pero bien. Lo que me extrañaba era la oscuridad absoluta en la que me encontraba, porque generalmente el garaje estaba con las luces encendidas y el empleado salía al encuentro de los clientes.

Salí del coche y entonces noté un frío intenso; estaba a la intemperie y la noche era profunda, las estrellas brillaban en lo alto y a mi alrededor no había absolutamente nada. Empecé a temblar de frío y de miedo y volví a meterme en el coche. Al cabo de unos minutos, en los que intenté pensar que aquello era un mal sueño, salí otra vez del coche pero el miedo me hacía temblar de pies a cabeza y entré de nuevo a toda prisa. Cerré bien las ventanas, puse el bloqueo en las puertas. Dentro, todo era normal, el reloj del salpicadero marcaba las ocho y diez, en el asiento de al lado estaba mi chaquetón, mi portafolios y el paraguas. La radio seguía encendida pero hacía ruido y no sintonizaba ninguna emisora, el teléfono móvil no funcionaba. Yo intentaba razonar una explicación para lo que me estaba pasando. Si fuera una pesadilla de la que costaba salir, solamente el miedo que tenía me habría despertado. También podía ser que hubiera tenido un accidente y estuviera inconsciente en un hospital o incluso muerto. Encendí el motor para que funcionase la calefacción pero no me atreví a ponerme en marcha, sin saber hacia dónde. Seguía siendo de noche. Un poco más tarde, cuando comenzó a clarear, descubrí que estaba en una carretera vacía en mitad de un paisaje desértico. Abrí mi portafolios y todo estaba en orden; leí con avidez los contratos que había estudiado para llevar a la oficina aquella mañana, señalando en rojo las cláusulas que había que modificar. Los leí en voz alta y temblorosa, palabra por palabra, porque aquellos documentos me unían a la realidad que conocía y me hacían pensar que si estuviera dormido o muerto, no podría recordarlo todo. Como el sol empezaba a calentar, apagué el motor y esperé a que alguien pasara por allí; no sabía qué hora podía ser en aquel lugar, pero mi reloj marcaba las once. A mi alrededor todo era silencio, ni un pájaro, ni una brizna de hierba, aunque fuera seca, solamente un cielo aburridamente azul, una llanura inmensa y una carretera recta que se perdía en el horizonte. Un poco repuesto, porque la claridad del día me ayudaba a tranquilizarme, me puse en marcha, pensando que aquella carretera forzosamente llevaría a algún lugar habitado, pero recorrí cuatrocientos veintitrés kilómetros, hasta que se acabó el combustible, sin percibir un solo cambio en el paisaje. El sol era implacable, y nada perturbaba aquel silencio, ni una lagartija, ni un insecto, nada. Entonces, salí del coche y aproveché la sombra que el mismo hacía contra el suelo para sentarme y descansar. Abrí también el paraguas para que la sombra fuera mas amplia, saqué del portafolios papel y bolígrafo y me dispuse a relatar lo que me había pasado. Más tarde, escribí una carta de despedida a mi familia porque estaba convencido de que iba a morir; tenía mucha sed y empezaba a dolerme la cabeza. Lo peor no era la muerte, sino no entender por qué. Llegué a pensar si sería yo un juguete manejado por algún niño de una civilización superior, que había decidido sacarme de mi ambiente cotidiano y llevarme a un entorno extremo para ver cómo reaccionaba. No sé cuanto tiempo pasé sentado en el suelo, pero el sol se ocultaba de nuevo y empecé a tener frío. Antes de que volviese la oscuridad absoluta, entré en el coche, recliné el asiento hacia atrás, me eché el chaquetón por encima, me senté con el portafolios abrazado a mi pecho y caí en un duermevela desesperanzado.

Cuando desperté estaba en un hospital de mi ciudad de siempre, la policía me había encontrado en un descampado de las afueras, dentro de mi coche, en la misma postura que he descrito y en un lamentable estado de deshidratación. Parece ser que llevaba tres días desaparecido. Ante el temor de que me tomaran por loco, dije que no recordaba absolutamente nada. Les dejé que investigaran a ciegas las manchas de tierra roja de mi traje, del paraguas y de las ruedas del coche, que buscasen huellas. También permití que me hiciesen todo tipo de pruebas cerebrales para detectar posibles lesiones físicas o psíquicas. No encontraron nada. Cuando consideraron que estaba restablecido me dieron el alta y volví a mi vida de siempre.

Desde entonces, esos días se han convertido en una incógnita para los que me rodean y yo procuro no hablar del tema, pero sigo guardando en mi escritorio los folios que escribí en aquellas horas desesperadas, como prueba de que todo fue verdad. Por supuesto, no he vuelto a ser el mismo. El miedo, lejos de abandonarme, ha ido creciendo en mí y tomando carta de naturaleza. Empecé durmiendo con la luz encendida porque despertarme por la noche a oscuras me traía malos recuerdos; después dejé de meter el coche en aparcamientos subterráneos o con curvas muy cerradas, porque la angustia que experimentaba me hacía perder el equilibrio mental. Por último dejé de conducir. No me siento seguro en ninguna parte. Salgo a la calle siempre acompañado, porque creo que puede haber un mundo solitario e inhóspito que me espera al doblar cualquier esquina. Si ya me pasó una vez, puede volver a ocurrirme. Me consuelo pensando que tal vez no me elijan de nuevo a mí, que hay mucha gente en el mundo, aunque yo, como precaución, no he vuelto a pasar por la pequeña colonia de casitas bajas y silenciosas, donde hay un garaje-taller de mecánica rápida.

Milagros González


ESHU

El minutero continuaba imparable su recorrido. A través de la ventana, María contemplaba cómo la luz se iba apagando a lo lejos. “No hay nada qué hacer”, pensó. No había tristeza en sus pensamientos, sino una especie de aceptación de lo inevitable.

El trabajo de su padre les había llevado a vivir a Haití, y allí pasó su infancia. Con cuatro años comenzaron las pesadillas, “terrores nocturnos” dijo el médico, pero eran tan reales que la niña se negaba a dormir. Su madre se sentaba a su lado en la cama, tomaba su mano mientras intentaba calmarla, pero todo era en vano, cuando conseguía dormitar un sobresalto brutal arqueaba su pequeño cuerpo y comenzaban los gritos de terror.

Hartos de acudir a los especialistas más diversos (incluso fueron hasta Nueva York, buscando la opinión de un famosos psiquiatra), al final decidieron llevarla a un chamán en aquella tierra de vudú. Su padre, en principio, se negó a tal insensatez, pero su madre, desesperada, le convenció diciendo que no se podía ir a peor.

El sacerdote escuchó el relato de mi madre, examinó a la niña, miró sus ojeras, su tristeza, su desidia y flacidez. —No hay duda, se trata de vudú. Por sus pesadillas, veo que su hija a sido ofrecida a Eshu, diosa de la venganza, como ofrenda por una petición y Eshu, a través del sueño, se la ira llevando poco a poco. Tenemos que obrar rápidamente y con determinación —y se puso manos a la obra. —Sólo el amor nuevo, los sacrificios y la generosidad podra detener a Eshu —dijo.

Seguimos sus indicaciones y al cabo de una semana todo había cambiado, María conseguía dormir, a ratos, al principio, pero poco a poco su sueño fue más profundo, hasta normalizarse por completo.

Una noche, de repente, volvieron las pesadillas, pero la madre, alertada por el santero, procedió a levantar la cama. Allí, bajo el colchón, encontró una serie de amuletos horribles y malolientes. Interrogaron a los criados y supieron que la artífice de tal hecho era una de las doncellas, una nativa ya entrada en años que confeso haber ofrecido a la niña como ofrenda por la venganza solicitada para su hija que había sido engañada y abandonada por un americano. El despido fue inmediato. Con la protección que seguía otorgando el chamán volvió de nuevo la calma.

La familia tuvo que volver a Europa, pero la madre pidió a aquel hombre que siguiera protegiendo a María con sus sacrificios. Ella le enviaría pagos puntuales para mantener los necesarios ritos y limosnas. Casi se habían olvidado estos episodios cuando de repente, una noche, María comenzó a gritar con fuerza. Su madre, presa del pánico, corrió a su lado: no había duda, las pesadillas habían vuelto. Desesperada, a la mañana siguiente llamó por teléfono a sus contactos de Haití. Allí le informaron que el chamán había muerto la semana anterior, dejando desamparadas a María y otras víctimas a las que el hombre protegía de las hechicerías.

Volvieron de nuevo las peregrinaciones a médicos, los tratamientos nuevos y antiguos, todo tipo de inventos se probaron con María, pero sus pesadillas eran cada vez más feroces y ella estaba cada día más débil. Tomaba un sinfin de pastillas, cada vez más fuertes, para poder conseguir conciliar el sueño, pero la joven, que entonces tenía dieciséis años, sólo era capaz de dormir a ratos durante el día, cuando el Sol seguía en el cielo, y aún así no conseguía descansar.

Todo cambió cuando conoció a Sergio. Fue un flechazo, y el amor el joven parecía haber terminado con la maldición. María se animó y comenzó una vida normal, olvidando sus miedos y sus pesadillas. Sus padres recordaron lo que les había dicho el chamán sobre la protección de un amor nuevo y aunque no conocían demasiado a Sergio ni estaban muy seguros de las intenciones del joven, decidieron dar su aprobación a la propuesta de matrimonio que hizo a su hija.

Todo había terminado. María dormía cada noche tranquila al lado de su esposo y si las pesadillas se acercaban alguna vez bastaba sentir la presencia del cuerpo amado para alejar de ella la oscuridad.

Una mañana Sergio tuvo que viajar a una ciudad cercana por negocios. Por la tarde volvería a casa porque no quería dejar a María sola durante la noche, pero las citas se retrasaron y se fue haciendo tarde. Trató de apresurarse, pero cuando se acercaba a la casa ya no había luz del sol en el cielo. Nadie supo cómo, su coche volcó estrellándose contra un árbol, y nadie, salvo su esposa, entendió aquel accidente. Sergio murió en el acto.

María sabía que no había escapatoria, la noche se acercaba y ella ya no podía ni quería huir. Abrió el cajón de la mesilla y saco un frasco de pastillas. Sus padres, por temor a que hiciera una locura, habían controlado exhaustivamente su medicación durante todos esos años, pero ella había ido guardan trozos de pastillas y el polvo que iba quedando en el fondo de los envases hasta conseguir aquel pequeño tesoro: un frasco medio lleno con restos de tranquilizantes.

Tomó un vaso, lo llenó de agua, disolvió el contenido del envase y se lo tomó de un trago. No hay nada que hacer, todo este tiempo ha sido un regalo dijo en voz baja. ¡Eshu, diosa de la venganza, aquí me tienes, cumple tu misión! grito mientras caída muerta al suelo.

Asun Hernández
 

viernes, 27 de mayo de 2011

Algo de poesía


El frío es inevitable

El frío seco del vacío,
el de la quietud de las alas
previo al crujir de huesos
con el que el nuevo huésped llama.

Apresuro mi paso, siempre firme
y ceso su esfuerzo baldío
para ahuyentar mi figura calma.

«Tranquilo, no, no es un sueño,
pero puedes dormir, seré tu almohada».
           

Poco a poco, el invitado cree que vive
y si quiere más recuerdos, se los digo,
está aquí de paso… he de velar por su alma
pues soy el último testigo
del tránsito anterior hacia la nada…

Fernando Raúl Gómez

Y de repente tu voz

Y de repente tu voz
vino a curarme la herida,
y ya no supe ser Yo
si me faltaba tu vida.

Dejé al miedo partir
y que me hablara la brisa
para escucharle decir:
«vete despacio, no hay prisa».

Como un loco sin red
y con perenne sonrisa
vivo paseando mi fe
por tu fragante cornisa,
haciendo bello el revés
que siempre llega… y no avisa;
amándote como jamás amé,
a ti,
«la estrofa que mi canción más precisa»

Fernando Raúl Gómez

La maldad

Si te gustan los seres que dan miedo, seguramente esta entrada, plagada de personajes malvados, te va a encantar. 


Asesino genial

Como todos los días, desde hace quince años, estoy en el café. Salgo del trabajo y aquí vengo a las siete de la mañana, siempre a la misma mesa. No necesito hablar, los camareros ya saben lo que tomo y no cruzamos palabra. Me interesa que me crean una persona metódica e inofensiva. ¡Pobres diablos! Se toman la libertad de sentir simpatía por mí, sin saber que soy la personificación del mal, que mato por placer y nunca he sentido ni un atisbo de piedad ni remordimiento.

Siempre he trabajado en turnos de noche, cuando se tiene esta ocupación hay que buscar oficios legales que te ayuden a encubrir tus crímenes. Es preciso que los cadáveres se esfumen sin dejar rastro, que se hable únicamente de gente desaparecida. He tenido la precaución de ir cambiando de oficio antes de levantar sospechas; he sido enterrador, pocero, operario de cementera, de fundición, de horno de cal, de planta incineradora de residuos. También estuve en un crematorio de mascotas donde cualquiera podía llevarse las cenizas de su pastor alemán junto con las de un brazo de mi última víctima.

Un día tuve conciencia de que era un genio, un genio malvado, pero genio al fin y al cabo, y era una pena que tanta perfección no saliese a la luz. Me puse a escribir mis hazañas y descubrí que había un placer superior al de matar: describir con palabras el proceso, desde que se elige a la víctima, por supuesto al azar, hasta que se le impone una muerte horrenda; lo más difícil de retratar es el espanto en los ojos, pero merece la pena porque ser capaz de reflejar sobre el papel cada pormenor es volver a vivirlo todo. Y así llevo los últimos quince años sentándome en la misma mesa del café y escribiendo sin parar, detallando mis más de cincuenta asesinatos.

Pero he llegado al fin. Me queda poco tiempo aquí, lo que no quiere decir que deje de hacer daño. Creo que será más fácil desde el otro mundo, sin el lastre de este cuerpo que tanto empieza a pesarme y además tengo méritos suficientes como para que a mi muerte las fuerzas del mal vengan a recibirme con honores. Ya tengo pensado como será. Hoy haré como que se me olvidan unas cuantas páginas sobre la mesa del café, y el grafólogo que se sienta cerca de mí y que me mira con tanta curiosidad será el primero en dar la voz de alarma. Me buscarán, unos para castigarme, otros para tratar de entender mis motivos. Pero cuando lleguen a mi domicilio yo ya me habré tomado las pastillas que guardo desde hace tiempo y estaré muerto. A mi lado encontrarán un manuscrito de más de quinientas páginas numeradas, el mejor relato de terror de todos los tiempos.

Milagros González


La justicia

Para cuando lean esto, que no pretende ser ni una carta ni una declaración, ya me habré ido; mi cuerpo seguirá aquí y es lo que hallarán pero ya me habré marchado, tranquilamente, sin prisa y, según tu criterio, tan cobardemente como siempre me moví por esta mierda de mundo que nos tocó vivir.

            Hace tiempo que no me sentía tan real, tan consciente de lo que estaba haciendo. Para cuando el espectáculo de luces, de coches de policía y ambulancias haya comenzado, cuando el sinfín de vecinas histéricas que no acertarán a explicar a los medios el por qué (la cuestión es por qué iban a saberlo, si nos hemos encargado todos de vivir en celdas incomunicadas de 60 metros cuadrados); para cuando venga esa horda de extraños familiares, digo, yo seré un espectador más de la función de tristeza y soledad que dejaré.

            ¿Vendrá la televisión? Sí, claro, las cámaras se apostarán afuera husmeando por dónde entrometerse en nuestro pasado, en cómo quedará el futuro del “entorno”. ¿A quién le importa en realidad? ¡Claro que vendrán!, y mientras las cámaras olfatean las debilidades humanas, el resto de periodistas harán turnos deseando que sea en el suyo en el que aparezca mi cuerpo bajo una manta, camino del forense, y así poder hacer la foto de rigor y mandarla a redacción… y esperando el de la coprotagonista, por supuesto. No te preocupes…

            No eres más que la coprotagonista, aún después de muerta, sigues siendo acompañante, poco más que atrezo. Mi figura importará más, desmenuzarán mi personalidad, seré portada durante un par de días en todos los diarios, mi nombré encabezará mil debates en cada una de las mil cadenas que nos desinforman cada vez que bajamos la guardia. Puede que hasta algún investigador (¿te das cuenta que este mundo que dejamos, está lleno de expertos, abogados, políticos futbolistas y famosos?) escriba un libro de mi (perdón) de nuestro caso, sobredimensionando mi figura y poniéndola como paradigma de la sociedad sin alma que hemos creado. ¡Qué frases más vacías inventa el lenguaje!

            ¡Cuidado, Ana! ¡Sabes que no busco la notoriedad! ¡Que me trae al paro tanta simpleza ajena y que lo único que busco es encontrar la clave para acabar con ese sufrimiento en el que malvives (cito textualmente tus palabras)!

            Te tienes por maltratada, vilipendiada, forzada, esclavizada y no sé cuántas cosas más… ¿Es cierto? ¡ES UNA MENTIRA! ERES BASURA, ERES LO ÚLTIMO DEL RESTO DE LO QUE HAY DESPUÉS DEL FINAL DE LA CADENA DE ALIMENTOS… ¿Es cierto? No creo que yo te haya hecho sentir así jamás y ni las cinco denuncias falsas que has puesto lo probarían, ni las señales físicas, porque no existen…


            En cualquier caso, Ana, y con tu permiso, ¡no me mires así, por Dios! espera, te cerraré los ojos, así está mejor. Voy a beberme el café que me debo. Bueno… mmmm muy bueno…







            Aún me quedan cinco minutos, no para pedirte perdón, ni para hacer temblar again tu cuerpo desconsolado por el dolor. No, ya no me interesa, no me excita la idea como tantas otras veces. Te miraré, simplemente, para llevarme tu rostro conmigo (figuradamente, claro). ¿Sabes? Lo que sí lamento es no haber tomado esta decisión antes, el café tiene un sabor riquísimo…

            Los cinco minutos pasaron más rápido de lo que él esperaba, o todo lo que había aprendido en la facultad no era cierto y el efecto se ejecutaba en tres. Podría ser.

            Despertó en una oscuridad absoluta. Era ligero como una pluma y empezó a intentar gritar un “hola” que ni él mismo escuchó. De pronto todo fue claridad, parecía que alguien había encendido la luz. ¡Mira, tú, quién está aquí! pensó y volvió a decir “hola”, un “hola” firme que esta vez tanto él como Ana oyeron perfectamente.

            ¿Qué tal, amor mío? se apresuró a decir. Bien, relajada, tranquila, igual que tú ¿verdad? ¿Yo? Estoy estupendamente, me siento fenomenal, ¡libre! ¡Libre de ti y de mí! ¡Me he tomado el triple de la dosis que te dí a ti media hora antes y estoy deseando explorar este mundo! ¿Has visto algo?
No, te estaba esperando. Te he escrito algo. ¿Un poema de agradecimiento, como cuando éramos novios? No te tenías que haber molestado Ana. Quiero que lo leas, después volverá la oscuridad y después de nuevo la luz… ¿Tú crees que he venido a jugar? ¿Quieres que juguemos? No intentes cogerme, no somos cuerpos aquí, es imposible. Lo que he escrito flota detrás de ti.

            Comenzó a leer —Querido… y se dio la vuelta para comprobar que ella no estaba. ¡Al diablo! pensó. Se giró y siguió leyendo las letras de aire.

            Cada vez leía más despacio, inseguro de lo que estaba leyendo. Cada dos palabras volvía a girar la cabeza, pero Ana nunca estaba. Al terminar de leer se giró con violencia es imposible yo te… las tinieblas volvieron, y de nuevo su voz enmudeció. Al cabo de unos segundos, la luz regresó; primero le cegó el cambió, como la vez primera, pero ya retomado el control se puso a chillar como un loco, gritando el nombre de aquella que escribió en aire…
¿Dónde estás? gritó desesperado…

            Al lado de donde había estado leyendo, se abrió una ventana: era Ana, Ana al lado de su cuerpo, escribiendo, tal y como ella le había dicho en sus letras de aire que pasaría. Conforme Ana escribía, él lo podía leer, flotando en este otro lado:

            «Lo que no recuerdas es que también te dije que la justicia era inevitable y que te encontrarías con ella de cualquier forma, por mucho que te hayas pasado tantos años ahuyentándola. La justicia sabe todos los atajos que son usados para escapar de ella. No se puede huir del destino y mi destino es vivir, y el tuyo, ya lo estás viendo, morir muriendo, igual que en vida pretendiste morir matando.

No fallaste, la dosis era la justa, pero he aprendido a conocerte tanto que cada paso que das puede precederlo mi cerebro. La dosis era justa, pero estabas tan acostumbrado a vencer que dabas por sentado que bebería todo el café que preparaste. El tiempo te ha hecho más iluso que violento.

Ahora empezará el espectáculo de ambulancias y policía, sí, y llevas razón, tú serás un espectador privilegiado. No se puede escapar del guión que uno trae escrito, pero yo intentaré reescribir aún el mío…»

La oscuridad se volvió pesada, le ahogaba… no podía gritar, o al menos no se oía. La boca le sabía a peces muertos, a café de años, a inmisericorde soledad…


Fernando Raúl Gómez

Un nombre, un sentimiento...

El azar nos ofrece combinaciones extrañas de sentimientos, personajes e historias. Si les damos vida seguramente podrán contarnos más cosas.


La enfermera y la muerte


   De pequeña, una tarde de verano, mientras jugaba, Sara sintió algo dentro de su pecho, una pequeña punzada que la desconcertó y la llevó de alguna manera a levantarse y correr al patio donde su abuela dormitaba a la sombra, balanceándose en su vieja mecedora, como lo hacía cada tarde después de comer.
     Al asomarse desde la cocina la vio allí sentada con su librito de poesía en el regazo, los ojos cerrados y un rictus de paz en los labios. Junto a ella, en cuclillas, estaba un hombre delgado, vestido todo de negro, que le decía algo al oído. Tan bajo le hablaba que ni siquiera pudo oír el susurro de sus palabras. De pronto él volvió su cara hacia la puerta de la cocina y la miró directamente a los ojos.
     Sara sintió un escalofrío recorrer su cuerpo al sentirse descubierta por aquella extraña persona y corrió asustada buscando a su madre para contarle que el “amigo” de la abuela parecía malo y le daba mucho miedo.
     Su madre la miró extrañada ¿qué amigo? pensó.
     Pero el miedo que irradiaban los ojos de la niña era tanto que prefirió ver con sus ojos. La niña la siguió de lejos, asustada.
     Cuando salió al patio no vio nada anormal, ni vio a nadie vestido de negro, solo a su madre durmiendo con el libro sobre las piernas, como tantas veces.
¿Mamá, estás bien? 
     No contestó.
     Al acercarse más a ella vio sus labios pálidos a pesar del calor y sus ojos cerrados, hundidos dentro de las cuencas, le dijeron en silencio lo que no quería oír. No quiso asustar a la niña más de lo que ya estaba. Dando la espalda a Sara se sentó junto a la tumbona y cogió suavemente la mano aun caliente de su madre, esa mano que tantas veces había cogido la suya.
Sara, por favor despierta a papa y dile que venga le dijo mientras dos lágrimas tranquilas caían sobre sus mejillas.
     La niña, que había presenciado toda la escena agarrada al marco de la puerta, corrió hacia adentro y aún se oían sus pasitos repiquetear cuando su madre se derrumbó en un largo sollozo.

Agustín García-Bravo

Hiromi

La angustia devoraba el aire, ya no había sitio para él en aquella habitación. La
luz también se había marchado, había sido engullida por altos rascacielos, sustituida por brillantes y modernos colores. Allí, justo detrás de aquellos edificios, debía de estar poniéndose el sol. Hiromi lo sabía, lo pensaba cada tarde. —Algún día volveré a ver el sol balbuceaba, mientras el olor a alcohol llenaba cada rincón de la habitación, se topaba con la angustia y ambas luchaban durante horas.

Hiromi ignoraba aquella batalla, pues ella ya había sido derrotada por el alcohol. Esa tarde había sobrepasado el límite, en ninguna otra ocasión había bebido de un modo tan desesperado y vehemente. Aquel ritual al que se había acostumbrado se tornaba peligroso, sin embargo, ella no lograba verlo y lo consideraba un bálsamo, una ventana abierta por la que arrojar los trágicos recuerdos, la tristeza y el dolor que éstos le causaban. Era una carga demasiado pesada, un ancla habituada a su corazón, un corazón cada vez más debilitado por el peso y por la cara de una sociedad occidental inhumana y gris. Todo era tan diferente, tan distinto de lo que conocía, que a menudo añoraba volver a su país natal, a su querido Japón.

Laura García

Amaya y la nostalgia

Después de tantos años volvía a estar frente a la pequeña verja de hierro forjado que guardaba la linde de la que fuera su casa. Empujó la puertecita y caminó despacio por el sendero de baldosas rotas que conducía hasta la entrada. En tanto tiempo transcurrido desde que se marcharon a vivir fuera del país y la dejaron cerrada, la naturaleza había hecho su trabajo y había ido reconquistando con paciencia cada rincón de lo que antaño fuera un jardín bien cuidado. La hierba crecía salvaje por todas partes, incluso por el tejado y la pared.
Entró en el comedor. Los muebles aún seguían colocados en su sitio, tapados con sábanas o con grandes trapos cubiertos por el polvo. El tejado y las esquinas estaban repletos de telarañas ya amarillentas. Todo, incluido el aire, con ese olor a rancio de la madera vieja, parecía anclado en otro tiempo, en un tiempo pasado que no habría de volver. Descorrió las cortinas y contempló el jardín. Y la memoria le trajo de nuevo las tardes de sol y limonada, de combas y escondites, de columpios y toboganes. ¡Aquellas meriendas de pan y chocolate! La felicidad de esa etapa de la vida en la que el tiempo y el espacio parecen eternos. Luego todo cambiaría para siempre.
Su butaca seguía colocada junto a la ventana. En ella comenzó a leer sus primeros cuentos siendo muy niña, y siguió sentándose para sumergirse una y otra vez en historias inventadas por otros que hacían volar su imaginación. Allí seguía la mesa para doce comensales en la que le gustaba hacer los deberes. Nunca le gustó hacerlos en su cuarto, prefería los espacios grandes, el comedor inmenso y la mesa tan larga. ¡Cuántas tardes de silenciosas tareas escolares gastó en ella! Muchas veces la acompañó Amaya, sobre todo en invierno, cuando jugar en el jardín era imposible por el frío y ambas gastaban su tiempo en ejercicios de matemáticas y cuchicheos sobre lo ocurrido durante la mañana en el colegio.
Se acercó tranquilamente a la chimenea frente a la que se encontraba el tresillo. Sobre la cornisa había una foto enmarcada de ella y su amiga en el circo. No tendrían más de trece años. Había caras sonrientes y ganas de vivir. Luego la vida las separaría para siempre.
Miró su cara en el espejo encima de la chimenea. Vio su cabello que se tornaba gris y su rostro que empezaba a marchitarse. Sintió deseos de volver a aquel momento, a aquel instante en el que parecía que nada en el mundo lograría separarlas, donde la mezquindad y la mentira no parecen existir. ¡Que pronto se dio cuenta de que no eran más que ilusiones!
Cuando se marchó de aquella casa, la distancia comenzó a separarlas. Después, el tiempo. Comenzaron escribiéndose todas las semanas, contándose las novedades del instituto, pero poco a poco ella se olvidaría de escribir, ocupada en nuevas amistades y en primeros amores. Las cartas fueron espaciándose, hasta que dejaron de escribirse y se olvidó de ella.
Tomó la fotografía entre sus manos. Se apoyó cansadamente en el brazo del sofá antes de sentarse y continuar pensando en Amaya, pensando con nostalgia en la amistad mas verdadera que jamás había tenido.

Carmen Sousa