EL VIENTO DE CABRA MOCHA
Siempre he dicho que de mi lugar de origen solo recuerdo dos cosas: Una que
la ciudad donde vivía no tenía muralla, y otra, que todos caminábamos
arrastrando una sombra. Esto último no podía callarlo porque creo que se nota
en mi naturaleza que voy tirando de un pesar profundo. Pero hay más, mucho más.
Hay una tercera cosa que nunca he contado para evitar preguntas incómodas, y es
que la ciudad de la que hablo es la que está pegada a los pies de la Sierra de Cabra Mocha, que
todo el mundo sabe donde está pero nadie se atreve a ir. Ya conocen el romance
popular:
A los pies de Cabra
Mocha
hay una ciudad postrada,
y los que viven allí
tienen triste la mirada,
andan con paso de viejo,
nadie ríe, nadie canta,
que es imposible cantar
con un nudo en la
garganta.
Ellos guardan un secreto
que no pueden confesar,
si llegas a descubrirlo
no lo vayas a contar.
Es una ciudad sin muralla, sin protección, completamente abierta y
descarnada, a merced del viento que de vez en cuando sopla inmisericorde. Ya
desde muy chiquito, me di cuenta de que ocurría algo extraño, que las personas
andaban taciturnas pero nadie confesaba porqué. Aprendí a tenerle miedo al
viento. Cuando empezaba a silbar, todos, hombres, mujeres y niños, dejábamos lo
que estuviésemos haciendo y nos encerrábamos en casa con las puertas y
ventanas bien atrancadas. Cuando todo se
calmaba, volvíamos a salir sin hacer comentarios, como si aquello no hubiera
pasado. A los muertos o desaparecidos se les cubría con una oración y el más
absoluto silencio.
Por si alguno no la conoce, la
Sierra de Cabra Mocha es ese inmenso roquedal, que se levanta
a tanta altura sobre un valle apacible, sin que tenga nada que ver con el resto
del paisaje. Parece llegado de otro planeta y colocado allí por mano caprichosa.
Ha sido objeto de estudio por infinidad de geólogos y cada uno tiene una
opinión, pero ninguna es concluyente. En definitiva, que no saben cómo en un
lugar de lomas suaves, pudieron surgir de la tierra esas paredes verticales tan
altas que quieren herir el cielo con sus cuchillas afiladas. Y después,
coronando la cima, esa forma de cabra gigante a la que le falta un cuerno.
Cabra Mocha se llama y con razón. Y allí nace el viento fatal que sopla esta
tarde.
Hace muchos años, yo escalé esa montaña. Nunca me hubiese atrevido solo,
pero un verano apareció un amigo mío que venía de fuera y quedó sorprendido por
la mole rocosa que se levantaba ante sus ojos. El era un montañero muy
experimentado y yo, en su compañía, ya había coronado algunas cimas
importantes. Al principio traté de disuadirle, le decía que era peligroso, que
el viento podía aparecer cuando menos esperásemos, que nadie en la comarca se
había atrevido a subir, pero era en vano; me preguntaba si yo también, siendo
tan joven, iba a creer en supersticiones, si yo también me santiguaba mirando
la silueta de la cabra. “¿Acaso – preguntaba – no has pensado que esa figura
que se ve desde aquí, cuando la veas de cerca puede ser un conjunto de rocas
sin más? Parece mentira que un alpinista como tú no tenga más afán en ver el
mundo desde arriba. Yo, desde luego, voy a subir. Tu verás si me acompañas o
no”.
A pesar de mis recelos, comprendía que mi amigo tenía razón. Tal vez Cabra
Mocha fuera una montaña más y había llegado el momento de comprobarlo y dejar
de lado otro miedo que no fuera el lógico ante una escalada peligrosa. Además,
la primera norma ética de un montañero es no dejar solo a un amigo en una
expedición tan arriesgada. Al fin, equipados con víveres y ropa de abrigo,
llegamos a la cumbre una preciosa mañana de verano. Desde allí, mirando hacia
el valle, la ciudad se veía diminuta pero la silueta cabruna que teníamos a
pocos metros se presentaba ante nosotros como una escultura descomunal, una
cabra perfecta de un solo cuerno y ojos vacíos. “O sea – decía mi amigo
sorprendido – que era de verdad”. Sacó la cámara fotográfica, dispuesto a
llevarse un recuerdo, pero entonces empezó a soplar el viento con tanta fuerza
que no nos permitía mantenernos en pie. Sentíamos un frío glacial y decidimos cobijarnos
en un entrante de la roca. Allí estuvimos un buen rato esperando a que mejorase
el tiempo. De pronto, tuve un presentimiento y por fin entendí el miedo
milenario de mi gente, el gran secreto de Cabra Mocha. Mi amigo, que me conocía
muy bien, me notaba intranquilo y quería
indagar porqué. Yo, por toda respuesta, asomé la cabeza fuera del refugio y
grité:
- “La cabra no está, me
lo temía. Ahora lo entiendo todo”.
- ¿Cómo que no está?
- Me pareció que se
movía cuando comenzó el viento y efectivamente ahora no está.
- Se habrá partido con el huracán.
- Que no, que te digo
que ha cobrado vida.
- ¡Tú estás loco!
- No, no estoy loco. ¿A
que tú tampoco la ves?
- No, pero eso no quiere
decir nada. Seguro que está hecha añicos. Lástima de fotos que no he podido
hacer.
Mi amigo
no tenía miedo y salió del refugio dispuesto a comprobar lo que había pasado y
ante mis ojos se desarrolló una escena espeluznante. Le vi despegarse del suelo
y girar en el aire muy deprisa, como atrapado en un remolino; después se hizo
un ovillo y subía y bajaba cual yo-yo sujeto por un cordel invisible. Al fin,
algo lo lanzó contra la pared de roca y después cayó al fondo del abismo. Y
entonces vi a la cabra de piedra saltando de risco en risco y asomándose al
precipicio y tuve la certeza de que había dirigido la maniobra. Después lanzó
al aire un balido que el eco se encargó de repetir varias veces, y volvió a su
lugar en la cima para quedar inmóvil y en la postura de siempre, al tiempo que
el huracán cesaba. Yo permanecí en el refugio, llorando por la suerte de mi
amigo y por la que sin duda me esperaba fuera, hasta que observé que el sol
comenzaba a caer sobre el horizonte. Entonces me decidí a salir y regresé a
casa.
Luego me
porté como el resto de los vecinos de mi ciudad; dije que mi amigo había salido
a pasear solo y no había vuelto, que yo temía que el viento de aquella tarde le
hubiese causado un accidente. Nadie me hizo preguntas, ni entonces ni cuando lo
encontraron completamente despedazado a los pies de la montaña.
Al cabo
de algún tiempo, dejé la casa y me fui a otro lugar como tantos otros, porque cualquiera,
si puede, se va de un pueblo maldito y trata de olvidar su vida anterior. Yo,
sin embargo, no lo he conseguido, sigo esperando el castigo por haber profanado
en mi juventud los dominios de un ser implacable. El miedo y el dolor me han
ido venciendo y ya sólo pienso en morir. Por eso hoy he vuelto a mi pobre ciudad
azotada y desierta. He paseado por sus calles polvorientas y no me he cruzado con nadie; silencio
absoluto hasta que ha comenzado el viento a silbar con furia. Entonces he
entrado en mi casa y aquí, simplemente, espero. Acabo de mirar a lo alto de la
montaña y la cabra no está allí. Yo ni siquiera me he molestado en cerrar la
puerta.
Milagros González
METÁFORA
DE LA CRISIS
La habitación estaba en silencio, prácticamente en
penumbra, sólo iluminada por la luz que entraba a través del ventanal con
vistas al centro de negocios de la ciudad. Se sintió cómodo tumbado en aquel
diván. Dio un hondo suspiro y examinó con curiosidad las posibles
imperfecciones del techo, como tantas otras veces había hecho. Ella, sentada a
su lado, a una distancia prudencial, evitando el frente a frente incómodo que
le haría sopesar sus palabras y sus pensamientos, lo miró categórica.
-¿Y bien?
Él se volvió hacia ella. Vio sus ojos marrones a través
del cristal de sus gafas, su pelo mechado recogido en la nuca, la manicura
perfecta de sus manos posadas sobre los brazos de la butaca, su traje de
chaqueta elegante y probablemente caro, muy
caro, y sus piernas cruzadas finamente. Tragó saliva antes de empezar, mirando
de nuevo al techo.
-He vuelto de nuevo a soñar con ello. Fue horrible,
angustioso. Yo trataba de salir, pero constantemente volvía al punto de
partida.
-¿De nuevo esa ciudad? Sueño recurrente, interesante. Y
dime ¿qué más puedes decirme? ¿Recuerdas algo aparte de la angustia, de la
oscuridad de la que me has hablado otras veces?
- Sólo recuerdo dos cosas: Una, que la ciudad donde
vivía no tenía muralla, y otra, que todos caminábamos arrastrando una sombra.
-¿Una ciudad sin muralla? No lo
entiendo.
-Callejeo en busca del confín de la
ciudad, de su último espacio para escapar de ella y encontrar el color, pero en
mi camino sólo encuentro edificios sombríos, una y otra vez. No parece que haya un límite,
como si fuese infinita. Aligero el paso tratando de alcanzar el horizonte, pero
el paisaje se repite y se repite, y no hay más que edificios lóbregos. No hay
sonidos, no hay música ¡No hay nada! Sólo ese gris funesto por todas partes.
Las personas con
las que me cruzo son pálidas y vacías, y llevan esa sombra oscura pegada a
ellas. Trato de buscar el sol en el cielo, pero no existe. No hay cielo, no hay
nubes, sólo veo una inmensa nada de color gris. No sé dónde estoy. Me siento
atrapado, angustiado. Me siento condenado.
-Interesante.
-¡No lo soporto! Una y otra vez ese sueño del que me
despierto con la sensación de que mi vida no vale nada, de que nada tiene
sentido. ¿Qué me está pasando?
Ella sonrió levemente y lo miró con cierta
condescendencia.
-Ciertamente, le estás dando demasiada importancia a ese
sueño. Creo que tu cabeza da demasiadas vueltas. Trata de centrarte más en tu
día a día, sin pensar demasiado. Concéntrate en tu trabajo. Cuando vuelvas a
casa, distráete con algo de televisión, un buen concurso, un partido de fútbol,
algo sin complicaciones. No leas, no es bueno para relajarse. Sal de compras,
eso sí es relajante y reconfortante para la mente. Pensar, no. Pensar no es
bueno para ti.
-¿Eso es todo?
-Sí. Por hoy hemos terminado. Nos veremos en la próxima
sesión.
Volvió a suspirar y se puso en pié. Ella ya lo esperaba
en la puerta para despedirse, con esa sonrisa que no decía nada, con esos ojos
marrones que no miraban nada, ni siquiera a él que estaba delante, con esa
elegancia insulsa, cara pero sin estilo.
Salió a la calle y echó a andar. Se mezcló con el resto
de la gente y poco a poco no fue más que un punto en mitad de un tumulto que
caminaba, al igual que él, arrastrando una sombra tras de sí en una ciudad sin
murallas que se extendía infinita bajo una nada color gris.
Carmen Sousa
THIERRY
Han pasado muchos años desde entonces. Yo
era un niño.
Mi infancia pasó como en una nebulosa. No
recuerdo haber jugado con amigos, ni tan siquiera tener amigos, ni que en la
cuidad se oyeran voces de fiestas, ni música. No recuerdo caricias de mi madre,
ni recomendaciones de cómo vivir de mi padre. Mis hermanos y yo solo existíamos
porque sí; para trabajar las pobres tierras que padre tenía arrendadas al
señor. Sólo recuerdo dos cosas; una que la ciudad donde vivía no tenía
murallas, como las ciudades que había visto con mi padre cuando nos
llevaba a ayudarle al mercado, y otra, que todos caminábamos arrastrando una sombra,
desde que el señor de aquellas tierras se llevó a mi madre, que tiempo después
murió alumbrando a su hijo bastardo.
No recuerdo si mi madre era bella…ni el roce
de sus manos en mi pelo…ni su voz…Ahora con el paso de los años, veo a mi padre
como un hombre oscuro que apenas
hablaba, y menos aún con nosotros, sus hijos. Mi hermana Agnés se había ocupado
de todo desde el momento que mi madre desapareció, aunque aún era una niña y no
recuerdo tampoco haberla visto nunca sonreír y menos aún cantar. Años después
las cosas empeorarían. A nuestra cuidad llegó la peste. Las ciudades
amuralladas cerraron sus puertas a los infectados que acudían de todas partes.
Como la nuestra no lo estaba (nunca
hicieron falta murallas, pues éramos una ciudad pobre que no despertaba ninguna
codicia), todos los apestados que expulsaban de las demás, entraban en la
nuestra.
Poco a poco la población fue diezmándose y
los que aún no nos habíamos infectado salimos de ella. Mi padre había muerto en
los primeros días, como si hubiera estado buscando una excusa para dejarse
morir. Agnés murió meses después, ayudando en el convento de las monjas de la
ciudad amurallada más cercana, Villefranche de Conflet. Mi hermano Alvar se
unió a un grupo de asaltantes de caminos, que debido a la cantidad de gente que
se lanzaba a ellos por causa de la enfermedad, habían proliferado. Mi otro hermano,
Olivier, se marchó a Tierra Santa con el ejército del conde Raymond IV de
Toulouse, que había encontrado en la huída una forma de salvación, y formó un
ejército, para no perder su autoridad, haya donde fuera, con todos los hombres
sanos que pudo encontrar, fuese cual fuese su condición.
Me quedé solo a los 14 años. Corría el año
1095.
Durante algún tiempo subsistí de las
limosnas que me daban en los conventos o en las hospederías por los que pasé.
Al final llegué a una ciudad llamada Carcasonne, donde estaban construyendo no
sólo una enorme muralla, sino también una iglesia, que se llamaría años más
tarde, Santa María de la Santé (Santa María de la Salud), y un hospital para
peregrinos. A lo largo de mi ruta me había encontrado con largas filas de
supervivientes que viajaban de una ciudad a otra en busca de una nueva vida, o
simplemente de vida. Las noticias que me daban era que la peste parecía que iba
remitiendo. Me alegré por ello. A lo largo de varias semanas vagué por las
calles, alimentándome de los productos que otros daban por no comestibles. Nos
los disputábamos los perros y yo. Dormía en cualquier rincón que pudiera
protegerme de las inclemencias del tiempo. La cuidad estaba llena de gente en
mi misma condición. Una mañana desperté, más por el frío y la humedad que me
habían calado hasta el fondo de los huesos, que porque mi cuerpo hubiera
concluido ya su descanso. Un grupo de hombres charlaban animadamente junto a
una fuente. Habían hecho fuego y me acerqué, con ánimo sólo de calentarme. Me
miraron con lástima y me hicieron sitio para que me aproximara un poco más. Uno
de ellos me dio un trozo de pan, que comí con ansiedad. Me preguntaron sobre mi
procedencia y mi destino. Les conté lo poco que había que contar. Alguno me
preguntó lo qué sabía hacer, a lo cual contesté que nada especialmente, pero
que aprendía rápido. Me llevaron ante el capataz de la obra, un tal maese Jean,
que me aceptó como aprendiz diciéndome que un chico espabilado, fuerte y sano
no era fácil de encontrar, con todos los que habían muerto, se habían echado a
los caminos o se apuntaban a los ejércitos que iban a Jerusalén. Pensé en mis
hermanos.
Me pusieron a transportar sacos de arena
sobre mi espalda de un lugar a otro de la iglesia en construcción.
Aún sigo aquí. Han pasado muchos años. He
aprendido mucho más. Ahora yo soy el capataz, y al final de mi vida necesitaba
recordar cómo había sido. Hemos puesto la última piedra de la cúpula de nave
central. Santa María de la Santé está terminada y mi vida también está
concluida. Ha sido larga, aunque no recuerdo que haya sido feliz.
Me
llamo Thierry.
Concha Ríos
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